- La policía encontró restos de tierra en las uñas de mi hermano. Pero al no tener antecedentes de violencia no le acusaron de nada.
- Pero él pensó que había sido una de sus múltiples personalidades - dedujo -. Pensó que si se drogaba, mantendría a ralla a esa personalidad violenta que tenía.
- Eso dijeron los psicólogos cuando le trataron. Pero no había pruebas ni testigos de que él hubiera matado a mi hermana.
- ¿Eso dijeron? - preguntó -. Usted qué piensa.
- Es obvio que tenían razón - se quejó, harta -. Ya le he contado todo, ¿puede hacer el favor de marcharse?
Antonio asintió. Era evidente que Ana tenía prisa para hacer algo y se despidió aprovechó la salida del sótano para volver a la casa de su clienta. Por el camino sacó su caja de cigarrillos y se colocó uno en la boca para disipar sus dudas entre el humo grisáceo. Tenía un problema con el tabaco. Seguramente moriría joven por cáncer de pulmón, pero no podía renunciar a ese placer por mucho que se lo propusiera. Y además no quería llegar a viejo.
Mientras notaba cómo el humo penetraba en su pecho, y en cierto modo le hacía entrar en calor, pensó en todo lo que habían hablado y se sintió algo decepcionado. Había pensado que había algo sobrenatural en todo aquello pero todo lo que había era una memoria traumática entre dos familias. La explicación más lógica a todo lo sucedido era que el asesino tenía un trastorno de personalidad y su segundo yo, el más violento, se había tomado venganza del pasado. Un caso más de lo más extraño, pero sin ningún tipo de poder sobrenatural como protagonista.
Cuando llegó a casa de su clienta, ésta le había preparado la cena. Una sopa de fideos con huevo, de olor apetitoso y con agradable aroma a pollo. No tenía que haberse molestado, de hecho tenía pensado cenar fuera.
Le contó lo que había averiguado y Mari Luz no se sorprendió en absoluto. Asintió sin más y no dijo nada cuando él le contó que la otra familia pensaba que ellos habían delatado a su hermano mayor en la post-guerra. No es que esperara una afirmación o negación pero al menos creía que la mujer reaccionaría de alguna manera, pero no lo hizo. ¿Le estaría escuchando?
- ... Y así fue cómo me pidió que me marchara, cuando me dijo que nadie sabía si su hermano había matado hace años a su hermana.
- Ya casi son las doce - dijo ella, como si no hubiera escuchado nada.
- Eh... sí, ¿por qué?
- Pronto sabrá por qué le contraté.
El detective frunció el ceño. Recordó que ella aseguraba que la muerte la rondaba todas las noches y hacía rozar su guadaña por la fachada de su casa. No había pensado en ello hasta ese momento.
- ¿Está segura de que es todas las noches? - preguntó él.
- Silencio, escuche.
Ambos dejaron de moverse, de hablar y casi de respirar. El reloj de péndulo del salón hacía de sus "tic tac" un auténtico escándalo con semejante silencio. Antonio se dio cuenta de que el mutismo de un Pueblo era asfixiante, opresivo, como si una mano gigante te aprisionara el pecho y consiguiera que tu corazón hiciera ruido al latir. Las respiraciones sonaban a suspiros exagerados. El reloj marcaba exactamente las doce menos un minuto.
Entonces el reloj comenzó a sonar con lentas campanadas metálicas. La mirada de Mari Luz cambió radicalmente al escuchar ese sonido. Ahora parecía una niña asustada temiendo algo.
Quiso preguntarle si estaba escuchando la guadaña pero antes de abrir la boca la escuchó él mismo.
Era un sonido estridente, escalofriante. Recorría la pared frontal de la casa de un lado a otro, lentamente y sin pausa. Alguien estaba ahí fuera rozando con algo metálico en la pared de piedra de la casa de Mari Luz. No esperaba que dijera la verdad y escuchar a la muerte rondarles le puso los pelos de punta.
- La muerte no tiene cuerpo - intentó autoconvencerse.
- Le digo que si salgo ahora, moriré.
- ¿Y cree que yo puedo salir?
Ella se encogió de hombros.
Antonio se puso en pie, no soportaba esa incertidumbre. Se acercó a la única ventana que daba al lado de la puerta de la calle y con el corazón en un puño movió la cortina.
Vio el exterior oscuro, negro tizón. Si había alguien ahí fuera solo había una forma de saberlo, salir con una linterna y alumbrarle. Era muy fácil decirlo, pero fuera o no la Parca en persona, salir fuera era un riesgo excesivo. Fuera quien fuese podía estar dispuesto a usar esa guadaña para segar su vida en cuanto asomara la cabeza. El miedo y la oscuridad se mezclaron como un coctel explosivo y sintió que sufría un sudor frío que le hacía temblar las manos y casi le arrebataba el control de sus actos y pensamientos.
Recordó su vieja pistola de 6 balas y la palpó con la mano derecha bajo su axila. Era una pistola antigua, una vieja y resistente Lemat modificada para tener un seguro, cosa que en su época no existía. Siempre la llevaba encima para sus trabajos pero jamás la había utilizado. Se había gastado una fortuna para comprarla y modificarla. Existían cientos de ellas el mundo pero tenían una ventaja frente a las pistolas actuales de cañón en espiral... Estas no figuraban como armas en el registro penal. Se consideraban antigüedades por lo que no existía un registro de que la había comprado. Tenía toda una caja de munición en casa pero ni siquiera estaba seguro de si dispararía ya que jamás la había utilizado. La llevaba para darle seguridad y especialmente como medio de disuasión. Era tan grande como una magnum y probablemente una bala era más que suficiente para matar a una persona de cien kilos. No podría matar a la muerte con ella, pero sí a un asesino.
La empuñó con la mano derecha y puso el pulgar en el seguro. Tardó un par de segundos en decidir que debía quitarlo y salir ahí fuera cuanto antes, para sorprender a quien quiera que fuese el que hacía el ruido.
- ¿Dónde he puesto la linterna? - se preguntó.
Se dirigió a su mochila, que estaba en el sillón y removió sus cosas. Ahí tenía algunas balas, amuletos, crucifijos, estacas... Objetos que en su profesión deberían ser fundamentales pero que nunca había usado. Al fin vio la linterna.
La empuñó y se acercó a la puerta. Esperó a que el sonido de la guadaña se alejara de su posición y suspiró, decidido a acabar con aquello.
Sus manos dejaron de temblar, la guadaña se alejó de la puerta aunque no podía saber la dirección, izquierda o derecha. Giró el picaporte y abrió la puerta de golpe alumbrando con la linterna a lo que quiera que hubiese ahí fuera eligiendo el lado de la izquierda.
- ¡Quieto, no se mueva! - exclamó con todas sus fuerzas.
Se sintió ridículo al no alumbrar nada en especial. En ese lado no había nadie. Entonces escuchó un zumbido silbando en el aire. Sin pensarlo dos veces se agachó y rodó por el suelo dos metros hacia la izquierda. Antes de que pudiera volver a levantarse escuchó un golpe metálico cerca de donde debía haber estado su cabeza.
Con los nervios desquiciados alumbró hacia ese lado y vio una figura vestida de negro con capucha negra, como un monje de los que cantan el miserere, y con una espantosa guadaña oxidada en las manos. La apuntó con la Lemat y disparó varias veces provocando unos ensordecedores ecos con los disparos. Creía que sería inútil, se trataba de la mismísima muerte, pero no tenía otra opción y el terror le obligó a disparar tres balas.
La figura sufrió los impactos y al tercer disparo cayó al suelo inmóvil.
Antonio respiró profundamente y esperó a que se levantara pero no lo hizo. Ahora debía acercarse y averiguar a quién había matado. Lo malo era que no estaba seguro de si era una persona de carne y hueso o se trataba de la mismísima muerte. Podría levantarse súbitamente y segar su vida con su mortal arma aunque su sentido común le decía que nadie podía levantarse después de tres disparos de su pistola.
Pasaron varios segundos y la figura oscura no se movió. Antonio se decidió a acercarse y le dio una patadita en los pies. El contacto fue como si hubiera golpeado una pierna normal y corriente, en rigor mortis. Se aproximó hasta la parte de la capucha y con la linterna alumbró a su rostro.
- Por qué no me sorprende - se dijo, apenado.
Se trataba de Ana y estaba pálida con los ojos abiertos como platos. La luz de su linterna iluminó la extraña arma con la que acechaba, una guadaña antigua. Por alguna razón, la cogió y la examinó de cerca. Era pesada y emanaba un poder oscuro que solo él podía sentir.
Tengo que desaparecer... he matado a una mujer - se dijo, consciente de lo que había hecho.
Por eso cobraba por adelantado, por si aparecía la policía o por si ocurrían cosas así. Cuando supo que había matado a una persona, entró en la casa, cogió su mochila y ni se despidió de la estupefacta mujer que le contrató. Se limitó a decirle que había resuelto su problema y debía marcharse. Salió corriendo hasta su coche y arrancó dejando tras él una densa nube de polvo, el que levantaban las ruedas al derrapar y salir de aquella finca.
A lo mejor no era la forma más ortodoxa de resolver un caso, pero lo había hecho. Esa mujer, Mari Luz, no tendría de qué preocuparse en el futuro, la persona que amenazaba con matarla dejaría de hacerlo para siempre y una vez más, lo sobrenatural no había tenido nada que ver... ¿o sí?
Podía ser que el fantasma de su hermano, asesinado en el pasado por los militares, buscara venganza y era posible que hubiera encontrado un modo de poseer a las personas que le amaban para perpetrar sus crímenes. Además Ana simpatizaba con él, al igual que su hermano drogadicto, y no necesitaría mucha fuerza espiritual para empujarles a asesinar a quienes creía que le habían matado.
Podía ser todo eso, o podía ser que la familia del asesino estaba totalmente chiflada.
No se quedaría para averiguarlo. Con el coche a ciento veinte por una carretera de sesenta kilómetros por hora encendió un cigarrillo que colgó de su boca y aspiró una profunda bocanada.
Cuando llegó a su casa, arrancó la matrícula de su coche y la sustituyó por otra que tenía en el maletero. Tenía cuatro matrículas de quita y pon para cambiarlas cuando la ocasión lo requiriese. Su coche no llamaba la atención, un utilitario de tres puertas, como los había a millones por el país. Cuando colocó la matrícula y dejó la otra en el rincón del maletero donde tenía el resto, se quedó mirando la guadaña oxidada que le había robado a la muerta antes de huir, que a duras penas cabía ahí dentro. Era antigua, debía tener más de cien años a juzgar por el óxido. La examinó detenidamente y la rozó con sus dedos. La madera era fría y el óxido era duro, como si fuera acero oxidado. Sin embargo el filo era brillante parecía capaz de cortar una hoja de papel con solo tocarla. En la madera encontró un extraño símbolo.
Se llevó la mano a su colgante de cuarzo y agarró con firmeza la guadaña. Cerró los ojos y se concentró.
Vio en su mente que ésta tenía miles de años y que pertenecía a un ángel. Una cita bíblica se dibujó en un suelo arenoso: 3º Libro de Enoch 26,10
Y el Quinto estaba en la fuerza de su juventud y poder. En su mano derecha una guadaña sagrada; en la izquierda una cabeza de serpiente. Sus pies estaban alados, él surgió como luz a través de los Cielos. Una gloria de esplendor iluminó cada miembro de su cuerpo.
¿Qué libro era ese? No tenía ni idea. Conocía el libro de Enoch, el apócrifo, pero no sabía que hubiera hasta tres libros.
Volvió a concentrarse y su mente le transportó a un lugar donde una mujer desenterraba la guadaña de un huerto. Su hermano vino por detrás y le preguntó qué era aquello. Respondió que había estado arrancando una parra y su azada chocó con algo metálico. Hizo un gran agujero para sacarla de debajo de la tierra y cuando su hermano vio el valioso objeto le preguntó qué era lo que pensaba hacer con él. Ella respondió que se la regalaría a su novio, que coleccionaba antigüedades y su hermano le dijo que la quería él. Una guadaña podía costar mucho dinero y ellos no tenían demasiado. Ella se negó, le dijo que la había encontrado ella y se la daría a quién quisiera. De modo que él la golpeó con fuerza, hasta dejarla inconsciente. Luego desenterró la guadaña y la enterró a ella en el agujero que habían hecho.
Era un objeto maldito, probablemente más antiguo que el hombre. El modo en el que había llegado hasta su huerto era un misterio incluso para él y su amuleto. Solo sabía dos cosas de esa guadaña, la primera, que pertenecía a un ángel poderoso, y la segunda que tenía un poder oscuro que cambiaba a sus poseedores aumentando el odio de forma exponencial en sus corazones. Decidió guardarla y pensó con cierta ironía que un buen lugar sería en un huerto, bajo una cepa que él conociera. Seguramente otro había pensado lo mismo hace mucho tiempo de modo que era imposible saber desde cuando la gente usaba esa arma para matar. Probablemente desde tiempos inmemoriales y probablemente también, era el origen del mito de la muerte vestida de negro, como un monje con su guadaña de segar.
- Vaya, vaya - susurró -. Así que se trata de la reliquia de un ángel.
Era eso, o simplemente, tenía mucha imaginación.
FIN
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carla (miércoles, 06 julio 2011 01:25)
Al principio me parecio un poco floja pero me gusto que la integraras a las historias de Antonio jurado ya que me gustan mucho. Y el giro que le dio fue muy interesante!