La reliquia del ángel

 

            Se acercaba el crepúsculo y el pueblo estaba tranquilo. Guillermo y su mujer habían llegado a la plaza y aparcaron frente a la panadería. Venían discutiendo por alguna razón que los que los observaban no entendían. Compraron pan y se separaron.

            El caminó hacia algún lugar, subiendo por una cuesta, hacia la parte alta del pueblo, y ella se quedó esperando en el coche.

            La noche cayó sobre ella, el frío terminó adueñándose del interior del coche y el marido no volvía. Harta de esperar y sabiendo lo que podía entretenerse su esposo hablando con la gente que se encontrara, salió del vehículo para ir a buscarle. Entonces se escucharon gritos y observó lo que ocurría. Algunos subían por la cuesta y eso la alarmó.

            Siguió al alboroto y a la gente que subía corriendo, aquello no era normal en un pueblo tan tranquilo como ese. Corrió sin preguntar ya que los que subían con ella debían estar tan asustados como ella y no podían saber nada. En la subida solo se cruzó con una persona que bajaba la cuesta con una guadaña en la mano, soportada por su hombro derecho. La mujer se fijó un instante en él pero éste la atravesó con la mirada de manera amenazadora. Ella dejó de mirarlo y siguió subiendo, no sin antes percatarse de que había un rastro de sangre tras los pasos de ese hombre. Al volverse hacia él vio que el filo de la guadaña iba goteando. Como no sabía qué había pasado, siguió subiendo y al fin vio a lo lejos la puerta de un granero abierta de par en par con docenas de personas mirando. Algunas mujeres salían del grupo tapándose los ojos y llorando.

            La mujer corrió hasta allí y cuando alcanzó al grupo de personas preguntó qué había pasado.

            - Lo han matado - decía un señor.

            - Pobrecillo, casi le arrancan la cabeza - escuchó a otro.

            Ella empujó para poder ver quién había muerto y cuando logró llegar a la primera fila soltó un grito de horror. Su marido estaba tirado en la paja, con la cabeza cortada, unida a su cuello solamente por un par de tendones. La sangre aún salía de su espantosa herida y sus ojos estaban encharcados en lágrimas exhibiendo una mueca de horror e incertidumbre. Lo más escalofriante era que el terror de su rostro reflejaba una vida que se marchitaba por minutos, una vida que nadie podía evitar que perdiera.

 

 

            Encendió su cigarrillo y sorbió el humo como quien bebe un licor exquisito. Exhaló y disfrutó de la densa humareda que él mismo creo en su despacho. Era una de las ventajas de no tener empleados, podía fumar a placer y seguir trabajando en sus casos.

            En la mesa de su escritorio estaba su portátil encendido. En la pantalla podía verse su correo donde decía que no tenía mensajes. Tenía abierta una ventana de Internet donde había estado buscando información acerca la leyenda urbana de Verónica, la novia del diablo. Siempre quiso resolver ese asunto, encontrar casos fiables sobre los que empezar a investigar para llegar a ella. Pero buscar un fantasma podía desgastar al más insistente investigador. Había investigado muchos otros casos, había resuelto unos y otros tuvo que dejarlos por imposibles porque perdía la pista a lo que buscaba.

           

            A eso se dedicaba, a resolver asesinatos que la policía nunca podría resolver. No tenía amigos ya que los pocos que le quedaban le habían tachado de loco por intentar ganarse la vida de una forma tan extraña. Su familia le daba por muerto porque le pidió a un conocido del Instituto Anatómico Forense que firmara su acta de defunción para proteger su identidad. Por supuesto, antes tuvo que resolver un problema que tenía. Uno de sus empleados había secuestrado el cadáver incorrupto de una mujer y luego había fingido que no había sido él. Después de que la prensa se les echara encima y que le despidieran, su jefe le pidió que investigara para que averiguara lo que realmente había sucedido. Aunque no encontró ninguna respuesta, sí demostró que el hombre que había sido acusado de robar el cadáver era inocente. Sus investigaciones le llevaron hasta su paradero, debajo de un puente, completamente borracho pero sin una gota de sangre en el cuerpo. La policía lo catalogó como un crimen sin resolver, no le dedicaron más que el tiempo de la autopsia: "Causa de la muerte: embriaguez extrema acompañada por una anemia severa".

            Informó a su cliente que posiblemente habían desenterrado a un vampiro y ese pobre hombre no había tenido nada que ver con su desaparición. Aquella respuesta no satisfizo al que le contrató pero dado que no se podía demostrar que era mentira, terminó aceptando pagar. No pidió dinero, solo un certificado de defunción porque pensaba que solo los muertos pueden detener a los muertos.

            Desde ese día utilizaba identidades falsas. Cuando la policía metía las narices en sus asuntos se veía obligado a comprar DNI y pasaportes falsos para empezar de nuevo. En ese momento su nombre era Antonio Jurado Aranda y el trabajo era preocupantemente escaso. No tenía clientes a pesar de haber publicado su anuncio por Internet en varias páginas, pagando por un banner grande y colorido:

 

            Antonio Jurado, investigador paranormal. Si un fantasma le atormenta, o algún monstruo le acosa y nadie le cree, yo sí lo haré y le libraré del problema. Contacte conmigo en el apartado de correos 55190 de Madrid o llame al 665 65 95 15 y pronto tendrá una respuesta profesional a sus problemas.

 

            Desde que puso el anuncio, durante varios meses no tuvo ni una sola carta. Hasta que un día, un inspector de policía le contactó para que le ayudara a resolver un crimen. Le hicieron viajar a Londres donde un chico había desaparecido. Su mente abierta y su capacidad de atar cabos que una mente convencional no podía le llevaron a seguir la pista a una camarera de un extraño bar de vampiros. Después de que encontraran el ataúd de la vampiresa y encontrar las pertenencias del chico en su casa, dedujeron que él no había muerto y que ambos habían tenido que evaporarse cuando supieron que estaban detrás de ellos. Tras esa actuación, aquel inspector le prometió que volvería a llamarlo si se presentaba un caso misterioso como aquel o si tenían más pistas de la chica y su supuesta víctima.

            Recordó, mientras el humo del cigarro penetraba por su tráquea, el día que probó con la lotería primitiva. Fue el único acertante cuando había un bote de diez millones de euros. Lo dejó todo y haría lo que realmente le gustaba. No tenía novia, su familia le consideraba un caso imposible ya que siempre estaba investigando cosas paranormales, viendo películas de miedo, en su trabajo le pagaban una miseria y encima no tenía opciones de mejorar. No había tenido suerte en toda su vida hasta que le tocaron esos diez millones.

            Su familia se los habría arrancado de las manos alegando que había tenido que vivir con ellos y no había pagado un alquiler, de modo que decidió desaparecer. Compró una identidad falsa y empezó a ejercer de lo que siempre había querido desde pequeño: dedicar su vida a la investigación paranormal. No por fanatismo, no era un friki de Bill Murray ni nada por el estilo, simplemente le había llamado la atención que todo el mundo tuviera cosas que contar de fantasmas, ruidos raros y fenómenos inexplicables y que nadie se dedicara a resolver esos misterios. La sociedad, era especialmente cruel cuando alguien decía algo así. Generalmente cada vez que ocurría un hecho paranormal y alguien se atrevía a contarlo, la gente, aun los más cercanos pensaban que esa persona estaba loca.

            Sí, había sido un pobre infeliz, un chico raro en el instituto, un marginado entre sus amigos que siempre le habían tenido miedo. Mientras ellos iban a ver películas de miedo por la angustia que les producía, él siempre chafaba todo tratando de explicarles si era o no era creíble lo que acaban de ver. Estaba tan informado sobre leyendas urbanas, historias, mitos de monstruos, almas en pena y demás historias, que nunca tenía miedo de los supuestos fantasmas de película. Aun así, era su género favorito. Afortunadamente, pensaba él, los directores de cine y las productoras exigían que sus guiones tuvieran una base popular, un terror arraigado en algún lugar del mundo de modo que su película fuera creíble.

            Mientras recordaba todo eso su teléfono móvil comenzó a sonar. Se sorprendió tanto que la ceniza de su cigarrillo cayó en la mesa, sobre sus papeles. Se apresuró a quitarlas de encima y cogió el móvil impaciente.

            - Antonio Jurado, investigador, ¿puedo ayudarle en algo?

            - He leído su anuncio en el periódico y necesito su ayuda.

            - Por supuesto - dijo, pletórico por la llamada.

            - Mi marido ha sido asesinado por «La muerte».

            La primera reacción que tuvo fue de reírse pero se contuvo al recordar que la gente no le llamaba por que sí a menos que quisieran reírse de él. Pero era la voz de una mujer y por su entonación, ella misma estaba haciendo un gran esfuerzo por contarle eso. No era una broma.

            - ¿Disculpe? - preguntó.

            - Yo misma vi a «La muerte» antes de ver su cuerpo con la cabeza cortada. La policía le está echando la culpa a un drogadicto pero yo vi a «La muerte», me crucé con ella antes de encontrar a mi marido.

            - ¿Qué aspecto tenía?

            - Era un hombre, como un campesino. Pero estoy segura de que tomó esa forma para que nadie la reconociera.

            - ¿Y si está tan segura de que fue «La muerte», qué quiere que haga yo?

            - Me miró, lo hizo intensamente y no lo entendí en ese momento, pero al ver a mi marido muerto lo supe. Solo yo pude verla, estoy segura de que viene a por mí. Yo seré la siguiente.

            La voz de la mujer sonaba histérica y Antonio tenía fruncido el ceño luchando en su interior por darle las palabras de credibilidad que en ese momento no tenía para ella.

            - Está bien, no se ponga nerviosa, dígame dónde vive e iré inmediatamente.

           

 

            Fue al pueblo en cuestión y la mujer le esperaba en la misma plaza donde estuvo esperando a su marido. Estaba muy nerviosa y miraba con miedo a todo el mundo. Cuando aparcó al lado de ella notó que se alejaba, como si no quisiera que nadie la preguntara nada.

            - ¿Es usted Minerva? - pregunto, cuando salió del vehículo.

            - Gracias a Dios que ha llegado. ¿Por qué ha tardado tanto?

            - Vivo lejos de aquí.

            La mujer le volvió a contar su problema y cuando le dijo el modo en que encontraron a su marido, el investigador se mordió el labio inferior. Al parecer la policía había detenido al hombre que lo había matado y hasta la mujer había identificado su rostro como el hombre de la guadaña. Sin embargo no se había atrevido a decirle a la policía que no lo había visto borracho y que su mirada era totalmente diferente, como si estuviera poseído por «La muerte». El acusado ni siquiera recordaba lo que había hecho aquella tarde y cuando le dijeron que había matado a un hombre con una guadaña, no pudo creerlo y soltó una carcajada pensando que le estaban tomando el pelo.