Las crónicas de pandora

Capítulo 3

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            El clima estaba totalmente loco, por la noche se congelaban las lunas de los coches y a medio día el Sol freía un huevo en ellas. Salir de casa era un reto si una quería estar todo el día elegante. Tendría que cargar con una maleta para guardar la ropa de abrigo.

En eso pensaba Elisa, la dueña de una cafetería, que tenía que atender mesas dentro y fuera del local y abrían a las siete de la mañana y cerraban a las doce de la noche. Se veía obligada a entrar y salir para servir desde cafés, comidas, hasta cenas.

            Limpiaba las copas tras limpiarlas en el lavavajillas y estaba muerta de frío. Pero si se ponía el abrigo se moriría de calor y sudaba, lo que haría que oliera a sobaco de camionero y eso espantaría a los clientes tanto como ellos la repugnaban, con sus efluvios apestosos.

            Como no había nadie a las once de la mañana el local se quedó más frío de lo normal. Y para colmo esa "calima" que estaba cayendo era como una de las plagas de Egipto, cubría la ciudad de rojo como si hubiera sido destruida recientemente por un ataque nuclear.

La gente dejaba sus pisadas de polvo en el suelo del bar y los coches aparcados fuera parecían abandonados hace cinco años. Al no haber nadie en el bar mantenía todo limpio pero la hora de comer llegaría pronto y con ella los primeros comensales. Todo debía brillar.

            —Me voy a echar un piti —rezongó Tomás, el camarero.

            A falta de clientes y se cansó de barrer y se llevó un cigarro a la boca sabiendo que nadie se lo echaría en cara pensando que el olor a tabaco era culpa del camarero.

            —Abrígate que hace mucho frío —recomendó Elisa—. Y ponte mascarilla que con este polvo te vas a asfixiar.

            —¿Y cómo quieres que fume Chefa? Yo sé cómo mantenerme caliente —replicó son media sonrisa picaresca.

            Elisa puso los ojos en blanco. Ese hombre no cambiaría nunca. No había que ser muy sagaz para descubrir sus pasatiempos favoritos. Cuando una chica joven se cruzaba en su campo de visión, su mirada de rayos X daba vergüenza ajena. Aunque tenía los ojos a la "virulé", con un estrabismo tan pronunciado que nadie podía saber a dónde miraba y por eso creía que no se daban cuenta, pero su cara de pervertido no dejaba lugar a dudas. Aunque aseguraba que él solo veía por el ojo derecho y el otro (según decía él) lo anulaba su cerebro. Un día ella le sorprendió usando el ojo "anulado" para recrearse con el escote de una moza del bar. En cuanto una chiquilla traía unos trapos traslúcidos, él se mostraba más animado que de costumbre.

            Era un buen hombre, no podía negarlo. Aunque contaba unos chistes muy malos, pero trabajaba bien. Pero sobre todo, lo que más le gustaba como jefa, era que no era nada ambicioso. Se conformaba con su sueldo y propinas y no protestaba (al menos delante de ella).

Estaba divorciado, había sido militar, y sus hijos eran mayores de edad, los veía de tarde en tarde y apenas hablaba de ellos. Solo le escuchó hablar de uno, ingeniero aeronáutico. No sabía dónde trabajaba pero le llamaba por teléfono cada mes.

            Decía que cuando era pequeño tenía una memoria prodigiosa y supo antes que nadie que llegaría muy lejos.

Cada vez que llegaba la Navidad decía que la pasaría con sus hijos pero luego cancelaban los viajes y solía pasarlas solo. Él sospechaba que se iban con su madre y no se lo decían para no hacerle daño. El pobre hombre no les culpaba por ello ya que él vivía solo y ella tenía siempre gente con ella y lo pasaban mejor.

Pero no le afectaba, él disfrutaba de la vida con sus cigarrillos, viendo a las chicas pasar y trabajando hasta la hora que se terciara. Solo una persona con una vida personal así podía considerar ese trabajo su hogar y a ella su familia.

            Tomás volvió a abrir la puerta para entrar y según la abrió entró una ventolera helada que la dejó tiritando. Entonces vio que Tomás caía de frente hacia el interior, con tanta fuerza que se golpeó la cabeza contra el suelo y quedó tendido como una alfombra.

            —Que alguien detenga a ese camión —gimió.

            Elisa corrió a ayudarle a levantarse, no pudo ver quién pudo agredirle. Pudo ser un balón de fútbol...

            —¿Quién te ha empujado?

            —No lo sé, pero era muy fuerte o llevaba mucha prisa.

            La jefa salió de la cafetería, aún podría ver al responsable, que seguramente corría calle abajo. Salió dispuesta a gritarle pero lo que vio la dejó sin habla.

Afuera las calles estaban desiertas. Miró en todas direcciones y salvo los coches, no había un solo peatón.

            —Pues sí que corre. Seguro que iba en patinete eléctrico van como cabras sin educación y sin ley.

            Cuando volvió a entrar vio que Tomás se estaba desangrando. ¿Cuándo se había cortado? La puerta no se había roto.

           Chefa... —logró murmurar, apenas sin fuerzas—. Está... Dentro...

            Perdió el sentido y Elisa le tomó el pulso en el cuello. Al tocarle se manchó las manos de sangre, le habían segado la garganta pero la sangre no se veía porque salía hacia abajo y Tomás apenas tenía cuello.

            —¡Que alguien me ayude! —Chilló, sabiendo que nadie la escucharía.

            Entonces Tomás se deslizó por el suelo fuera de la cafetería. Dejó un rastro de sangre y la puerta se abrió por delante, donde no había nadie. Pero uno de sus pies estaba levantado, algo lo estaba arrastrando y era tremendamente fuerte y además… Invisible.

            No, vio una sombra en el suelo, allí había algo que tenía mucha fuerza y su sombra tenía silueta, era dos veces más voluminosa que lo normal para una persona. Sacó a Tomás de la cafetería y Elisa no trató de detenerlo, pues estaba sufriendo un shock y trataba de calmar sus gritos, que se agolpaban en su garganta por explotar. Si se contenía era porque esa sombra la había visto, se detuvo para mirarla cuando estaba a punto de soltar el chillido y al no hacerlo se marchó y la dejó allí… ¿La dejó vivir? Sus manos temblaban con flanes.

            Al salir de la cafetería vio que el cuerpo ascendía o levitaba por sí solo y un pestañeo después desapareció.

 

 

 

            Así le contaba la dueña del bar el relato a Pablo Jurado, que se había presentado personalmente a investigar el caso. Aunque era comisario y tenía inspectores que podían encargarse, al escuchar lo que había pasado y viendo que era un tema “delicado”, se obligó a dar un paseo para encargarse del caso personalmente.

            —¿Necesita ayuda? Podemos encargarle a un psicólogo que la atienda, si lo desea —ofreció, tratando de ser amable.

            —No estoy loca —ladró la señora, enojada.

            —No quería decir eso —respondió él, aunque en el fondo sí lo insinuaba—. La veo muy afectada.

            —No, gracias. Limítense a encontrar a Tomás, yo estoy perfectamente.

            —Eso no puedo garantizarlo. No si no nos da más pistas, además por lo que me ha contado debe estar ya criando malvas.

            —Le he dicho todo lo que sé. Aún respiraba cuando le vi desaparecer. Creo que le cortaron el cuello, pero no lo vi así que no puedo asegurarlo.

            —No salga de Madrid, de momento, y mientras no encontremos más pruebas, usted es la única sospechosa. No se ponga nerviosa, pero yo que usted... Me iría buscando un buen abogado… Ah… Chicos, antes de marcharos, echad un vistazo al local, aseguraros de que la carne congelada no sea… Humana.

            —¿Qué? —Se ofendió histérica la dueña.

            —Es pura rutina —le quitó importancia—. No tiene idea de la clase de psicópatas se cruzan en mi camino a diario.

            —Hágame caso, no salga de Madrid, la tendremos vigilada y un intento de fuga agrava mucho las cosas.

            —Eso es ridículo, yo nunca podría...

            —Si me dieran un euro cada vez que un asesino me dice eso, podría comprarme un bocadillo de tortilla —respondió con un gesto torcido al ver el precio de quince euros por el que lo venía en su bar.

            Al salir, sus compañeros precintaron la entrada y se pusieron manos a la obra. Pablo cogió su teléfono y llamó a un número que no tenía nombre. Se lo había pasado en secreto el anterior comisario y debía utilizarlo cuando algo fuera inusual. El que respondía era un viejo de voz rasposa y nunca decía su nombre. Sin embargo si él decía que lo dejara todo a su cargo, él debía dar por cerrado ese caso. El anterior comisario metió las narices intentando averiguar quién era y terminó engrosando la cola del paro, no debía meterse en ese avispero si quería mantener el sueldo.

            —¿Dígame? —Respondió el viejo del otro lado.

            —Un caso especial, señor. Un camarero ha sido asesinado y secuestrado por una… Sombra. No le puedo decir más, ¿quiere la dirección?

            —Otro ataque... —Se enojó el del otro lado—. Gracias Pablo, pásame la dirección que yo me encargo.

            Le dictó el nombre de la calle donde ocurrió y el de la dueña del bar y cuando terminó agregó:

            —Pero no debe preocuparse, estoy casi seguro de que esa mujer está loca y es la ase...

            Se dio cuenta de que no le escuchaba nadie cuando escuchó el "tutu" del teléfono.

            —No me jodas, estoy muy viejo para estas mierdas. Maldito sea el día que permití a Lara trabajar para él... Joder, ¿por qué se tienen que morir siempre los buenos?

            El dolor de la pérdida de su compañera aún era agudo y penetrante. La comisaría entera estaba todavía en shock. Su foto seguía adornando la entrada y, aunque ya no había tantas flores, nadie quería quitarla a pesar de que murió hacía ya varios meses.

            Un accidente de avión. Y una mierda, no quisieron entregarle el cuerpo a su padre, la incineraron sin su consentimiento. Los rumores de que Lara podía seguir viva eran constantes, aunque nadie se atrevía a investigar. Antes de morir fue contratada por el hombre del teléfono, no duró ni un mes. En la oficina nadie sabía la existencia de ese número, de esa persona misteriosa, pero sí que ella fue elevada a una categoría tan secreta que ya no necesitaba dar explicaciones ni siquiera a él, ni a nadie, ni asistir a la comisaría.

            Ese hombre del teléfono sabía mucho más pero no se lo podía preguntar. No, si quería seguir siendo comisario. Si provocaba la más mínima molestia a ese hombre solo podría trabajar de limpiador en una hamburguesería antes de jubilarse.

            Le faltaban dos años para los sesenta y siete. Ese maldito gobierno le obligaba a trabajar más si quería cobrar su jubilación. Aunque no sabía si culpar a los que se sentaban en la Moncloa o a ese misterioso hombre que parecía controlarlo todo.

 

 

 

            Antonio Jurado estaba sentado frente a su ordenador de la oficina donde trabajaba como tapadera por su verdadero empleo. Tenía delante el plano de un halcón, con códigos en cada trozo del fuselaje que permitía a los ingenieros saber el nombre y apellidos de cada pieza, hasta del más pequeño de los tornillos. Eso era tan secreto que le gustaba observarlo, estudiarlo y tratar de entenderlo.

            Si sacaba o filtraba un solo folio de su oficina, sería expedientado y penalmente juzgado por alta traición. Si alguien entraba al complejo con su tarjeta, fuera o no culpa suya, igualmente le imputarían como un criminal de guerra. Si hacía una sola foto de los halcones y aparecían en internet, fuera o no culpa suya, iría a la cárcel. La presión que sentía era amenazante, al principio iba intimidado a trabajar. Siempre que veía los nuevos modelos de Halcón los miraba embobado, pues eran gigantescos, aparentemente aviones corrientes pero llenos de arriba debajo de aparatejos que les ocultaban de los radares y de la vista.

            Tras unos meses de trabajo se sabía los nombres de cada avión que escuchaba en el cielo a baja altura. Todos invisibles pero no inaudibles. De hecho eran los culpables de que mucha gente de la zona pensara que los extraterrestres iban y venían por la zona sin que le importara a las autoridades. Él no podía contárselo a nadie más aunque le hacía sentir importante conocer una verdad de las tantas mentiras que ocultaba el gobierno a la población civil.

            Él había entrado en uno de esos aparatos muchas veces, al menos en los modelos del año 2010, sabía que podían ocultarse del mundo con sus escudos ópticos que tenían capacidad de tele transportarse a la otra punta del planeta en un pestañeo y que podían viajar en el tiempo. Aunque no sabía tanto como quisiera. Los aviones que vendían eran un peligro. Si  una nación los usaba para cambiar el pasado... Supuso que solo los viejos modelos conservaban esa capacidad, por mucho dinero que pagaran por esas aeronaves, el EICFD no podía controlar a todos los aviones que vendían si un presidente ordenaba un viaje temporal para favorecerse a sí mismos o ganar alguna guerra. Pero al igual que era un secreto que él era soldado, también era todo lo que sabía. Dudaba que nadie, fuera de sus compañeros de fatigas, supiera que se podían siquiera viajar en el tiempo. Puede que esas funciones estuvieran anuladas.

            La mayor parte de la tecnología había dejado de ser propiedad exclusiva del EICFD. Ahora suministraban naves a gobiernos que pagaban los precios exorbitados que pedían. Paco era gran amigo del presidente del gobierno y juntos amasaron una gran fortuna siendo grandes accionistas de empresas armamentísticas. El cuartel se trasladó a un lugar menos secreto, compraron unos terrenos por la zona sur de Madrid y levantaron una fábrica inmensa que se llenó de ingenieros, mecánicos, pintores, inspectores… Pero no de soldados. De hecho, la plantilla se cerró con Ángela y él, pues las gestiones como productores a gran escala fueron la prioridad y ellos pasaron a ser los perros guardianes.

Aunque todo eso lo descubrió al entrar a formar parte de la plantilla contratada, quizás siempre había sido y el secretismo era tal que se enteró después de meter la cabeza en el agujero y plantar su rúbrica en el contrato.

            Aunque los soldados no aumentaron sí lo hizo el presupuesto. Los ingresos se habían elevado a la quinta potencia y los inventos tenían mejoras continuas. El brazalete gravitatorio, que era extremadamente peligroso y difícil de manejar se había retocado y lo sustituyeron por botas de gravedad artificial. Ya no podían volar pero si les daba por caminar por un muro, automáticamente, les permitía caminar por las paredes o techos. E incluso podían saltar desde un rascacielos y las botas amortiguaban la caída como si hubiera una colchoneta de dos metros de altura llena de aire, en el suelo. A pesar de ser tan completas, eran muy cómodas.

            Esos inventos no estaban a la venta. Sin embargo no sabían quién compraba las aeronaves, era un secreto incluso para Montenegro, que estaba por debajo de otros mandos militares mucho más centrados en la ingeniería, los negocios y construcción. Ni los ingenieros tenían ni idea de que su equipo era "El EICFD", encargados de mantener las fuerzas desconocidas a raya. Era tan secreto que ni siquiera podía mencionar que pertenecía a un equipo. Todos trabajaban juntos pero tenían prohibido hablar de su trabajo. No siempre llegaban amenazas, ni por asomo. Pero no desperdiciaban el tiempo en absoluto, debían cumplir sus jornadas laborales como todo hijo de vecino y cada uno tenía sus “asuntos".

            Abby se hacía pasar por una chica de la limpieza —le parecía increíble, que alguien tan estirada tuviera debilidad por barrer y fregar, era una obsesa de la limpieza y, según sus propias palabras, sería muy feliz ganándose la vida de esa manera. Aunque claro, posiblemente era la mujer de la limpieza mejor pagada del mundo.

            John Masters se pasaba el día verificando que nadie metía las narices en su trabajo y hablaba con todos los Team Leaders de los distintos departamentos a modo de coordinador.

            Antonio estaba todo el día frente a un ordenador haciendo trabajos para la gente que se lo pedía, que solían hacerlo a través de John, el cual le ofrecía a todo el mundo como quien ofrece perritos calientes en un partido de fútbol. Por su culpa no se aburría, tenía que hacer macros y programas para todos… Aunque también se alegraba. Le gustaba, aprendía, desarrollaba sus habilidades como programador y cogía soltura con lo que le gustaba casi tanto como escribir historias, programar. No podría trabajar siempre en el EICFD de modo que esa experiencia le vendría de perlas si quería seguir dedicándose a la informática en un futuro (ya que como escritor no se comía ni un colín).

Lo que hacían no era teatro. Cada uno eligió un rol que pudiera y quisiera desempeñar.

            Ángela pidió ser apoyo de los mecánicos, mejor dicho su chica de los recados. Si necesitaban piezas o cualquier tipo de material, ella se lo llevaba. Decía que eso la mantendría en plena forma. No era cuestión de cargar tornillos sino partes completas del fuselaje, ruedas, asientos, vigas, depósitos… Cosas que a Antonio le daba dolor de espalda de solo pensar en cargarlas de un lado a otro. Y vaya si se mantenía en forma, los músculos de su espalda y brazos estaban cada vez más definidos. A pesar de ello, no perdió ni una pizca de su atractivo.

Antonio tenía que forzarse a no mirarla cuando pasaba cerca porque se suponía que no se conocían de nada. Pero se escribían todo el día por teléfono. Se veían después del trabajo, pues él la llevaba a su casa, que se había mudado cerca de él y les pillaba de camino.

            Cuando más tiempo pasaba con Ángela más quería volver a verla. Pero la mera idea de presentarla a sus hijos era tema tabú entre ellos. Ángela odiaba a los niños en general. Aseguraba que los matrimonios que tenían uno estaban condenados a la mediocridad. Él no era el mejor de los ejemplos, el suyo se había arruinado... Aunque la culpa no había sido de sus hijos. Más bien al contrario, ellos eran lo único bueno que le quedaba de aquel enlace que habría deseado borrar de su vida y su memoria si no fuera por ellos.

 

 

 

           

           

            Aquella mañana estaba siendo tremendamente aburrida, Antonio recordaba su visita a Fausta, el día anterior. Aprovechó que no había prisa para ninguno de sus encargos y escribió, con todo lujo de detalles en su nuevo libro, lo que ocurrió. Estaba deseando contárselo a Ángela, aunque en realidad... Cualquier cosa que le pasaba estaba deseando contárselo, hasta cuando una mosca se posaba en su mano.

            Antonio Jurado llevaba ocho meses trabajando en el EICFD. Seguía viviendo bajo el mismo techo que su mujer porque aún no habían decidido cómo resolver los asuntos de la separación y el divorcio, los dos querían la custodia de los niños. La convivencia empezó siendo un tormento para ambos pero a medida que pasaban los meses fueron aprendiendo a tolerarse. Aunque ambos tenían claro que sería una situación temporal, hasta que uno de los dos pudiera buscarse otra casa. A pesar de su sueldo, aquella casa donde vivían era difícil de dejar porque estaba cerca del colegio de los niños y las demás opciones de la zona eran mucho más caras y con menos opciones.

Todos los días veía a Ángela en el trabajo, tenían una relación secreta, aunque sus compañeros de armas sabían que entre ellos había mucho más. El trabajo no era como él había imaginado, no tenían que salir a arriesgar la vida a diario, de hecho una vez o dos al mes. Y como no podían pagarle ese sueldo sin que demostrara estar trabajando de verdad, tenía una jornada como cualquier trabajador corriente. De hecho, la moda de trabajar en casa, popularizada por el Covid—19, no servía de excusa para "no hacer nada". Debían presentarse a primera hora de la mañana en el nuevo hangar de los halcones.

            Quería pasar más tiempo con ella pero apenas tenían media hora juntos al día. Él decía que no quería ningún compromiso por su reciente separación (sería caer dos veces en la misma piedra, el matrimonio) y ella tampoco porque era feliz con su independencia. Demasiado feliz, ni siquiera le extrañaba los fines de semana.

            De hecho llevaba fatal que ella se lo pasara tan bien con sus compañeros de trabajo. Podía decirse que tenían demasiada confianza, siempre estaban de cachondeo y sus bromas eran demasiado picantes. Comentarios como "hoy estás para tres polvos", le cabreaban hasta el límite de su aguante, pero lo peor era que ella se reía, le gustaban esas bromas y respondía con expresiones muy vulgares  como "pajéate pensando en mí, guapo", mientras se contoneaba con insinuación. Un día salió la conversación y le confesó que le incomodaba ese tipo de comentarios pero ella le quitó importancia y respondió que sus compañeros estaban todos salidos y que eran como macacos, que se hacían pajas solo por ver unas bragas (cosa que no calmó sus celos, en absoluto). Claro que sin compromiso nada la impedía acostarse con cualquiera.

Saberlo era motivo de tortura para él. Pero luego se decía que ambos eran libres y que él tampoco quería comprometerse. Su cabeza le decía una cosa y su corazón otra totalmente distinta.

 

            Aquel día, ella estaba tardando un poco más que él y la esperaba en el coche mientras trataba de pasar el rato jugando con su móvil a un juego de disparos. Sin embargo, en cuanto le mataron lo guardó en su bolsillo y miró hacia la calle por la que solía llegar ella. No aparecía, y era extraño porque siempre era él quien se retrasaba.

            Al fin apareció con su característico modo de caminar brioso, con la mascarilla similar al velo de una bailarina árabe que solamente a ella le quedaba bien. Desde que trabajaba con los ingenieros solía llevar ropa de trabajo oscura, zapatillas de seguridad y el pelo recogido en una coleta. Pero al salir volvía a usar su particular y sexy estilo de vestir, con sus mallas negras y sus blusas oscuras, sedosas y apretadas.

            —Perdona —le saludó con fastidio—. He tenido que recoger un estropicio que Gerardo ha causado por su cabeza de buque.

            —¿Qué ha pasado? —Preguntó, preocupado.

            —Se dio con la antena y se puso a sangrar como un cerdo. Encima venía el inspector y había que limpiar la pieza con cuidado de no hacerle un arañazo, pero el muy borrico la había doblado. Al final van a tener que cambiarla. El golpe va a salirnos caro, más de tres mil euros cuesta el cacharro, y sin contar el tiempo de reparación.

            —¿Pero está bien? —Insistió.

            —No sé, le llevaron al hospital, creo que no le han dado ni puntos. Ya nos contará cuando vuelva.

            —Bueno y qué tal tu día —intentó cambiar de tema—. Te he echado de menos.

            —Pero si nos vemos todos los días... Mira que eres morriñoso.

            Se inclinó hacia él y le dio un beso en los labios.

            —Vamos, arranca, tengo hambre.

            Puso el coche en marcha y se puso de camino de vuelta. Era la una y tenía dos horas para recoger a sus hijos, un tiempo insuficiente que cada día le parecía más corto. Quería sacar el tema de su relación y su exclusividad. Si veía futuro entre ellos o si le apetecía un día conocer a sus hijos o ir a dar un paseo con ellos para que la conocieran. Pero según se imaginaba preguntando eso, la veía responder con desprecio que odiaba los niños, que ella no era de paseos y que no había ninguna relación... ¿o sí? ¿Quería saber su punto de vista?¿O estaba feliz con la situación en la que se encontraban? ¿Y si por preguntar decidía acabar con todo? ¿Y si acababa con todo por no querer dar el paso él? ¿Cómo saberlo?

            —¿Te ha comido la lengua el gato? —Preguntó ella, mirándole con su sonrisa más seductora.

            —No, solo estaba pensando.

            —Así que eso era. Ya decía yo que olía a quemado.

            —Tú... ¿Cómo nos ves? ¿Qué somos? —Se lanzó sin pensar.

            —¿Muy guapos? —Bromeó Ángela, soltando una carcajada.

            Antonio no se esperaba esa respuesta y se tuvo que reír con ella.

            —En serio —añadió él—, no sé tú pero me... Tú... Eres...

            —¿Muy sexy? —Bromeó.

            —Muy importante para mí.

            —Oh, caramba. Eso ya lo suponía, pero se agradece escucharlo.

            —Me gustaría que esto fuera más allá de ser un secreto.

            —Sigues casado —le recordó—. Y prefiero no pensar en el futuro, es mejor vivir la vida al día. Y tú no quieres ni pensar en volver a enredarte con una mujer…

            —Ya pero no puedo ni pensar que tú... Puedes estar con otros. Te quiero.

            Ángela se lo quedó mirando con media sonrisa. No parecía sorprendida.

            —Creo que —siguió hablando él ya que ella optó por no hacerlo y al menos ya no bromeaba y le tomaba en serio—... Ahora no puedo ofrecerte nada, como dices sigo casado... De momento va a ser lo mejor, vivir al día... Siempre he pensado así.

            —¿Lo ves? Estamos de acuerdo.

            —Ya pero yo no... Me acuesto con nadie más que contigo.

            —Y crees que yo sí.

            —¡No! —Se apresuró a corregir—. Pero es la idea de que puedas...

            —Yo tampoco tengo ojos para nadie más, no seas paranoico.

            Le cogió la mano que tenía sobre la palanca de marchas y entrecruzó los dedos con los suyos.

            Durante unos segundos solo miraron hacia la carretera, con tráfico denso y con paradas continuas. A pesar de que las vistas no ofrecían nada fuera de lo común, su mero contacto continuado y aceptado, sus dedos íntimamente enmarañados entre sí, construían un momento que guardarían en su memoria el resto de sus vidas, unos segundos de complicidad que eran tan maravillosos como efímeros.

 

 

           

 Continuará

 

 

 

 

Comentarios: 4
  • #4

    Alfonso (sábado, 16 abril 2022 22:40)

    La historia inicia bien. Espero la continuación.

  • #3

    Chemo (sábado, 16 abril 2022 04:17)

    La historia va a buen ritmo. Ojalá también aparezcan los reclutas Chemo, Jaime, Alfonso en esta historia.
    Por cierto, Antonio debería tener cuidado porque en cualquier momento me ligo a Ángela. Jeje

  • #2

    Jaime (jueves, 14 abril 2022 22:43)

    Algo lentita este capítulo. No tengo mucho por comentar salvo que espero que la próxima parte tenga un poco más de acción.

  • #1

    Tony (miércoles, 13 abril 2022 21:39)

    Ahora los capítulos son completos por lo que serán más largos de lo habitual.
    Hay cosas que, como en este de hoy, no se pueden cortar porque se quedan a medias.