Las crónicas de Pandora

Capítulo 22

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            El amanecer mostraba sus primeros destellos a través de los tejados de las casas. El pueblo de Blothem estaba cubierto por una niebla espesa que al atravesarla los haces de luz mostraba una singular belleza tan efímera como sepulcral pues anunciaba la dura jornada de entrenamiento para Alfonso, que salía somnoliento de su cabaña con intención de entrenar con Abby, cargando la pesada espada a su espalda, junto con el escudo.

            Le había costado un buen rato colgarse ambas cosas pues no era tan fácil como se figuraba cuando se lo imaginó. Los soldados de allí portaban el escudo a su espalda igual que él pero la espada colgaba de sus cinturones y no tenían problemas con ella. Sin embargo Alfonso se tropezaba y como su estatura era más bien baja, la punta de la vaina la arrastraba por el suelo. Aquel día tuvo la idea de ponerla debajo de los enganches del escudo. Le pidió a Abby que le ayudara y aunque ella se negó, lo tuvo que hacer él mismo.

            —Te lo dije, ahora no vas a poder sacarla —se burló Abby saliendo detrás de él.

            —Al menos no voy arrastrándola —respondió.

            Se dirigieron al campo de entrenamiento, un lugar que el mismo Rey les había prestado antes de la gran prueba. Les prometido ayudar a llegar a Sirrien si cumplían unos requisitos que a priori no sonaban tan mal. Pero la tarde que les dieron las armas y estuvieron practicando la dedicaron a ajustarse las cotas de malla y cinturones. Anocheció tan pronto que anunciaron el toque de queda antes de que pudieran practicar a luchar. Así se enteraron del peligro que entrañaban las noches por las criaturas que salían a cazar. Al preguntar qué eran les contaron que las montañas estaban infestadas de lobos negros, casi tan altos como un caballo. Por lo visto los que deambulaban por las calles al anochecer desaparecían y solo quedaba de ellos un festín de sangre y barro.

            Alfonso preguntó a los que les acompañaban por qué había tantos lobos y le respondieron que hacía diez años las tierras donde vivían eran espesos bosques habitados por infinidad de criaturas, venados, conejos, ardillas, puncles (esta criatura por lo visto era similar a un mono del tamaño de un niño). Hubo una cruenta guerra contra unos ejércitos procedentes del océano y después de siete duros años fueron expulsados. Sin embargo los densos bosques se vieron reducidos a un yermo tras la tala de todos los árboles posibles para las máquinas de guerra, flechas, arcos, lanzas, maquinaria de destrucción… Con la desaparición de los bosques, los animales fueron desapareciendo pero los lobos seguían allí y la comida había desaparecido. Ahora que no tenían venados, se alimentaban de los humanos que se exponían a la noche. Y no solo ellos, también osos, pumas, Sílfides y Trasgas. Las dos últimas, según le contaron a Alfonso, eran humanoides diminutos que se colaban en las casas para robar comida. Parecían duendes de la altura de un ratón, cosa que Abby no creyó porque los aldeanos que se lo contaron decían que existían aunque nunca los habían visto. Según ella los usaban para justificar los robos o desapariciones fortuitas de objetos de valor. Cuando alguien perdía una cosa era obra de las malditas sílfides.

            —Quién nos iba a decir que la poderosa aliada del emperador, que nos ayudó a expulsar a los bárbaros del norte, finalmente iba a amenazarnos con sus brujerías. ¡Maldita Lunaria!

            Alfonso se preguntó de quién hablaba y miró a Abby con sorpresa.

            —¿La hechicera no se llama Marilia? —Preguntó al soldado, confundido.

            —Así se llamaba cuando actuaba en pos de la justicia. Pero los últimos años ha dado la espalda al mundo humano y se hace llamar Lunaria —Respondió el musculoso interlocutor.

            —¿Y nadie sabe qué fue lo que provocó ese cambio?

            —Seguramente se debió a la muerte de su esposo… ¿O fue su padre? —Dudó—. ¿Qué dices tú Bertram?

            —Yo digo que se le secó la entrepierna y se volvió loca, como todos los hechiceros. Habría que quemarlos a todos, hacen sacrificios humanos para hacerse inmortales, se creen que la justicia humana no va con ellos.

            El orondo y fornido compañero soltó una carcajada por su propia respuesta.

            —Estamos llegando, es aquel prado de allá. ¿Veis los dos árboles secos? Los usamos para practicar tiro con arco.

            En la distancia, aún a más de cien metros, en lo profundo del valle, vieron un terreno sin cultivos, lleno de barro marrón.

            —¿De verdad teníamos que venir tan lejos? —Protestó Alfonso.

            —Es un pueblo agricultor, las espadas y las flechas no dan de comer y todos tenemos hambre. Después de una guerra como la que hemos sufrido las grandes ciudades ya no producen mercancía, necesitamos procurárnoslas por nuestra cuenta. Y el emperador no escatima en exprimirnos, la escasez les obliga a quitarnos lo poco que nos sobra —arguyó Efrén.

            —Hablas como si tuvieras tu propio campo —se mofó Bertram.

            —Mis padres se dejan el espinazo para sacar adelante sus cultivos de maíz y arroz. ¿Sabes las quejas que tengo que aguantar cada vez que vuelvo a casa? Que yo sea mercenario solo lleva monedas a vivienda pero la comida tiene unos precios abusivos. No hay día que me pida ayuda en el campo, no obstante no puedo dejar mi puesto o algún inútil tomará mi lugar y luego el rey no volvería a confiar en mí. ¿Sabes lo que me ha costado llegar a ser…

            —¿Olvidas que yo te escogí? —Protestó Bertram—. No creas que eres tan afortunado por este puesto, aquí nadie se jubila. Las flechas y los lobos son nuestros enemigos y nunca sabes cuándo puede morderte alguno de ellos.

            Entre tanto, llegaron a la planicie. Era más extensa de lo que parecía. Vieron restos de flechas, escudos rotos por el suelo y empuñaduras oxidadas.

            —Vamos a empezar calentando esos músculos muchachito del extranjero —arengó Bertram, que a pesar de sus más de ciento cincuenta kilos podía saltar con agilidad, sin afectarle tener una pesada cota de mallas, una gruesa armadura de cuero tachonado con grapas y un escudo de gran tamaño a su espalda. Al moverse salpicó de barro los pantalones de Alfonso.

            —¿Tenemos que correr en este barrizal?

            —Claro, no pierdas el tiempo date una vuelta.

            Abby comenzó a trotar por el barro y los soldados la miraron con ojos perversos.

            —Vaya, tu no—muerta tiene más determinación. ¡Espabila!

            —Ya os he dicho que estoy viva —protestó en la distancia.

            —Ningún ser vivo puede tener piel tan pálida —barruntó Efrén, dando un codazo de complicidad a su compañero.

            —Ni un cuerpo tan embrujador, no veas lo tiesa que me la pone. Oye, chaval, ¿podrías retirar su hechizo para que podamos concentrarnos?

            —No soy mago, ni ella es una zombi. Más vale que dejéis esas bromas o lo lamentaréis.

            —¿Eso es una amenaza? —se burló Bertram.

            —No lo digo por mí… Cuando Abby completó la vuelta aprovechó para lanzar una patada voladora hacia la espalda del desprevenido hombretón y logró tirarle de cara al fango.

            —Es ágil —festejó Efrén.

            —¿Qué hija de… —Se quejaba su compañero, que se levantaba con dificultad, pegado al barro como una mosca a una gota de miel.

            —Tiene carácter, yo en vuestro lugar no la insultaría más —advirtió Alfonso.

            Efrén no pudo evitar reírse ante las dificultades de su compañero, que le pedía ayuda y por no mancharse no le hacía caso.

            —Yo en tu lugar cerraba el pico porque si no te rompo los dientes. ¡Grrmma! —gimió, logrando al fin ponerse sentado. Ya en esa postura no le costó demasiado levantarse.

            —No tengas prisa, el rey quiere ver cómo se los partes. Cuando se ponga a entrenar intenta mantenerlo sano —advirtió Bertram.

            —Con este alfeñique voy a tener que aguantarme los pedos, no sea que le mate con uno. ¿Qué estás mirando estúpido? Ponte a correr como la muerta de tu amiga.

            Alfonso miró a Abby y vio que venía de lejos y no escuchó cómo la insultaba. Intentó correr sobre el barro y a punto estuvo de caer. Sus pies se hundían hasta los tobillos y el fango se quedaba pegado a sus sandalias de esparto, obligándole a levantar al menos un kilo de porquería hedionda.

            Aun así logró ponerse a correr aunque ahora entendía por qué Abby no podía ir más rápido. Ya era una proeza que hubiera logrado dar tres vueltas sin mostrar signos de cansancio.

            Apenas a los veinte saltos las piernas empezaron a recalentarse y sintió que las fuerzas le fallaban. Él solía correr por las mañanas, se jactaba de estar en plena forma, pero en su casa no escatimaba en zapatillas. Tenía unas de marca, muy cómodas y ligeras y con ellas puestas podía correr diez kilómetros sin sudar y si se cruzaba con otros corredores se planteaba el reto de adelantarle, no dejaba que nadie le pasara a él. Pero nunca había corrido sobre fango, ni siquiera en arena.

            No consiguió terminar una vuelta y sus piernas se negaron a continuar. Se detuvo y se apoyó sobre sus rodillas resoplando de cansancio. Esa maldita cota de mallas era demasiado pesada y ruda, tenía los sobacos escocidos y apenas llevaba corriendo dos minutos.

            —¡Eh tú, Brujo! —exclamó Efrén—. No nos pagan por horas, muévete.

            Incapaz de seguir con tanto peso encima se quitó la pesada coraza de anillas y la dejó caer en el fango. Pesaba al menos veinte kilos y se hundió desapareciendo bajo la superficie del líquido marrón que cubría la planicie.

            —Ahora recoge eso y vuelve a ponértelo —ordenó Bertram, furioso—. Ni se te ocurra perderla.

            —¿Qué más te da esa chatarra cochambrosa? —Preguntó Efrén.

            —Se la pedí prestada a mi cuñado y como se dé cuenta de que se la he quitado yo me va matar.

            —Ni siquiera te cae bien —gruñó el compañero.

            —Ya, pero mi hermana hace unas empanadas para chuparse los dedos. No quiero que se enoje o no volveré a probarlas.

            Alfonso había obedecido y la cargaba con asco pues ahora no era una simple coraza de anillas sino una masa informe chorreante de barro. Se la quiso entregar a Bertram pero este la evitó como si estuviera cubierta de bichos.

            —No la necesito, luego la lavaré —dijo.

            —Más te vale que esté reluciente —advirtió.

            El chico se encogió de hombros y siguió corriendo aprovechando que Abby pasaba por allí. Ahora sí podía seguir su ritmo.

            Cuando estaban lo suficientemente lejos, Efrén le dio un codazo a Bertram.

            —¿Y las veinte monedas que te dio el rey para comprarles una a cada uno? Si se la quitaste a...

            —Ayer me pasé por la taberna Luján —respondió encogiéndose de hombros.

            —Tienes un grave problema con esa mujer... Un día te sacará los hígados y tú feliz por un polvo.

            —Esa mujer me vuelve loco —asintió con cara de pervertido.

            —¿Y la armadura de la muerta? ¿A quién se la has pedido prestada? —sonrió con picaresca.

            —Esa sí que es nueva, no soy un derrochador.

            Abby seguía aguantando con gran esfuerzo. Sus piernas, la única parte visible de su cuerpo a partir de las rodillas, estaban marrones por el barro.

            —¿Cómo vas? —Preguntó Alfonso.

            —Este abrigo de acero pesa como mil demonios —protestó ella—. Por suerte era de mi talla, no igual que esa tuya que casi la ibas arrastrando.

            —Ahora estoy mejor, cuesta levantar los pies, pero es un entrenamiento fantástico. Si lo llego a saber habría practicado en arena.

            —Donde yo vivo todos los caminos son de tierra —conversó la teniente—. Pero da igual, estoy muerta, ya casi no puedo levantar las piernas.

            —Es justo lo que dicen ellos, que eres un cadáver —bromeó Alfonso.

            —Estoy deseando que lleguen las doce, cuando el rey nos vea pelear no les dejaré un diente en su sitio. Menudo par de borricos.

            —¡Eh vosotros! —voceó Bertram—. Ya podéis parar, que sino no tendremos tiempo de enseñaros a manejar las armas.

            —Por fin —festejó Alfonso.

            —¿Tú les has visto traer alguna? —Preguntó Abby—. Salvo las suyas claro.

            —Es verdad —Alfonso palideció al mirar los espadones de esos brutos. Medían casi dos metros y el ancho era como de cuatro dedos. Con solo dejar caer una de esas espadas en un tronco de del grosor de una pierna, lo partiría de corte limpio. Debían pesar más de diez kilos cada una.

            —Son fuertes, no hay duda —musitó Abby, como si pensara lo mismo que él—. Solo les ganaremos si usamos nuestra agilidad. ¿Tú sabes aikido?

            —Sé por dónde vas, y no, ni idea.

            —El truco consiste en que no podemos hacerles nada, pero ellos se pueden hacer mucho daño si sabemos luchar contra ellos.

            Tal y como temían, los gigantones sacaron sus espadas de las vainas de pieles que llevaban a la espalda bajo el escudo. Estaban medio oxidadas pero eso solo las convertía en más peligrosas. Un tajo con ese filo oxidado podía matar a cualquiera y si no lo conseguía lo haría el tétanos.

            —Toma chaval —Efrén le entregó la espada a Alfonso por la empuñadura—. Haz unas catas, ¿Sabes lo que son?

            Al cogerla la sostuvo con firmeza entre las manos. No pesaba tanto como suponía, estaba bien balanceada, la empuñadura de doble puño era la parte más pesada por lo que resultaba sencillo mantenerla levantada.

            —Me sorprende que puedas sujetarla. Ahora empieza.

            —Perdone la pregunta —dijo Alfonso—. ¿Cómo son las catas?

            —Ya me lo imaginaba, alfeñique —protestó dando una zancada y arrancándole la espada de las manos—. Observa y luego imita. Procura que no se te caiga ni toque el suelo, este fango sería fatal para mi chica. Ya está un poco oxidada, ¿entiendes? El agua le viene fatal.

            —Pensé que era de acero —replicó Alfonso.

            —Tampoco es que sea de oro, todo se oxida con el tiempo.

            —Si fuera de oro sí que no la levantaba —se burló Bertram.

            Mientras ser reía, Efrén comenzó a mover la espada haciéndola zumbar en el aire. Primero la sostuvo con una sola mano en vertical sin la menor dificultad. La dejó caer sosteniéndola con dos dedos y cuando se le iba a escapar la agarró con las dos manos y giró a dos centímetros del barro y produciendo un ruido al voltear tan rápido. Volvió a su lugar, y Efrén la sostuvo en vertical con la mano izquierda. Hizo lo mismo esta vez casi rozó el barro con la punta. Alfonso estaba pálido, esas armas eran demasiado altas, Efrén le sacaba una cabeza de estatura y aun así el arma pasaba justo por encima del barro. Prácticamente no hacía fuerza ninguna y parecía volar a su alrededor. Las primeras veces lo hizo despacio, las siguientes fue tan rápido como dos hélices.

            —Ahora tú —se la volvió a ofrecer, aunque esta vez se la tiró con la empuñadura por delante.

            Alfonso tuvo dificultades para cogerla pues la inercia le obligó a hacer un volteo involuntario que por muy poco no se llevó por delante su propia pierna derecha.

            —Mejor será que nos alejemos —se burló Efrén.

            Abby le miraba con temor. Cuando le tocara tendría que mostrarse menos patosa o las risas de esos dos botarates estaban aseguradas.

            El muchacho intentó mantener la espada en vertical con la mano derecha pero sabía que si la volteaba como hizo el mercenario arrastraría la punta o se quedaría clavada en el suelo. La espada misma se puso en movimiento pues era incapaz de mantenerla en alto. El giro iba derecho al barro, con los dedos girando en torno a la empuñadura la logró levantar lo justo para no tocara el suelo, eso le motivó, no parecía tan difícil. Aunque la espada siguió girando y se la encontró arriba de nuevo impulsada por su propio giro. La agarró con las dos manos y luego soltó la derecha dejándola caer en otro volteo. Pero su mano izquierda no logró sujetarla y al llegar al suelo se clavó en el barro. No contenta con eso, la gruesa hoja empujó una buena cantidad y salpicó de manchas marrones a los tres que estaban detrás de él a dos metros de distancia. Incluso Abby tuvo que limpiarse la cara de barro.

            —Lo siento —murmuró, intentando no mirarles a la cara.

            —Más lo vas a sentir, ¡Limpia mi arma! Inténtalo de nuevo.

             Después de un gran esfuerzo logró liberar la espada del fango y luego usó su camisola de tela, para limpiarla. Los intentos por dominar el arma fueron un desastre. Lo más que consiguió fue repetir el volteo con dos manos y al tercero se le volvía a caer. Su ropa estaba tan sucia que parecía que él era el que se caía.

             —Ya basta —exclamó Efrén—. Que lo intente la muerta.

            Abby le dedicó una mirada de odio pero no replicó.

            —Creo que te ha puesto ojitos —bromeó Bertram.

            —Si es que las vuelvo locas —se jactó, orgulloso, pues no captó la ironía.

            Alfonso se rio de esos dos. Tenía que reconocer que eran unos brutos pero le caían bien. Efrén le recordó a Chemo y se preguntó por un momento si volvería a verlo algún día. Entregó la espada a la teniente y al hacerlo sus dedos se tocaron un segundo. Estaban cálidos y no fue un contacto fortuito, ella le miraba a los ojos y asintió cuando se cruzaron sus miradas. No dijo ni una palabra pero con eso le estaba haciendo entender que lo había hecho bien.

            Sin embargo Abby comenzó a voltear la espada y ésta fue subiendo de velocidad, sin parar. Quizás por su estatura más alta o porque estaba en mejor forma física, el acero formó las dos hélices al primer intento. Alfonso la admiraba con la boca abierta.

            —¡Maldita muerta! —Bramó Efrén, furioso—. Está usando su magia para imitar mis habilidades. ¡Detente!

            —Eso es ridículo —se burló Bertram—. Tú nunca la has podido manejar así.

            —Veremos quien la domina mejor. Yo lo hice despacio para que aprendieran. A ver si pueden imitar la cata del diamante.

            —¿Qué dices?, son principiantes. Si lo intentas aléjate que puedes matar a alguien.

            Abby sonrió orgullosa y al ver que Efrén le pedía el arma se la tiró desde donde estaba y el guerrero tuvo problemas para que no se le cayera. Estaban a más de tres metros de distancia y se la tiró sin ningún esfuerzo.

            —Me parece que tenemos campeona —murmuró Bertram, silbando.

            —Aun puedo demostrar lo que valgo —protestó Efrén—. Observad.

            Elevó su acero sobre su cabeza y la dejó caer hacia el frente sujetando la empuñadura con las dos manos. Cuando iba a chocar contra el suelo la hizo girar por encima del barro y la pasó por su espalda soltándola y volviendo a cogerla al vuelo con la otra mano, repitiendo la pose de la espada en alto. Después lo hizo un poco más rápido y luego más, hasta que solo veían una forma afilada girando por su cuerpo y proporcionándole una defensa perfecta, pues cualquiera que se le acercara podía ser partido por la mitad.

            —Ninguna magia, por poderosa que sea puede imitar eso —la retó, devolviéndosela con tanta fuerza que pretendía que la golpeara en la cara.

            Sin embargo Abby la cogió sin inmutarse. Repitió la misma pose levantando la pesada espada, y la dejó caer, trazando los mismos movimientos con absoluta precisión. Sin embargo en el último volteo se le escapó de las manos y estuvo a punto de caer en el barro. A pesar de todo, fue muy ágil y la logró cazar al vuelo antes de que se manchara.

            —Va a resultar que la muerta está muy viva —alabó Efrén con un gesto enojado—. Dame tu arma, Bertram. Veremos si la zorra se defiende mejor de lo que posturea.

            —Aún no ha venido el rey, espe

            —¡Siento la tardanza! —llegó el ilustre personaje, montado en un caballo blanco y escoltado por diez hombres de su guardia personal y una carreta con adornos dorados. Al llegar al borde del campo de entrenamiento, antes de rozar el fango, se detuvieron y montaron una fila donde las personas de la carreta salieron con sombrillas y amplios taburetes. Finalmente salió una figura esbelta con armadura dorada llena de adornos. Era una mujer, su peto tenía las formas de sus senos perfectamente definidas. A la espalda llevaba una capa blanca de doble forro, con bordados de oro con forma de flor. Calzaba unas grebas de acero lustrado y brillante. Por lo que llevaba en la cabeza, Abby y Alfonso supieron que era la reina. Sobre su cabeza lucía una corona fina de oro con piedras de cristal de cuarzo apuntando al cielo en círculo simétrico, tres delante, una grande a los lados y otro trío detrás. En la parte más central de la frente se distinguía un diamante del tamaño de una nuez.

            Alfonso tuvo que pestañear varias veces ante semejante obra de arte, supo que en el mundo actual aquella joya costaría millones de euros.

            La reina tomó asiento donde sus sirvientes colocaron una especie de palco (unos taburetes altos plegables sin respaldo que se apresuraron en sacar del carruaje). El rey, en cambio, se limitó a observarlos sobre su caballo, con cinco guardias a cada lado.

            —Espero que los nuevos candidatos estén a la altura. ¿Qué tal los habéis visto? —Preguntó a Efrén y Bertram.

            —No puedo asegurar que aguanten más de una ronda.

            —Quiero verlos en acción —ordenó, impaciente—. Primero el chico.

            Efrén bufó, mirando con odio a Abby.

            Esta le dio la espada a su amigo y Alfonso la agarró con dos manos. Trató de hacer una de las catas pero se sintió inseguro y a duras penas logró evitar que se cayera en el barro.

            —No quiero que os contengáis, este torneo no es ninguna broma —ordenó el monarca—. Allí no se andan con chiquitas.

            —¿A muerte? —Preguntó el mercenario, sonriendo.

            El rey asintió con solemnidad.

            —En ese caso yo lucharé primero —se anticipó Abby—. Él está deseando luchar conmigo, majestad.

            —De ninguna manera —protestó el chico—, podré defenderme —la miró con más miedo que confianza—. Voy a demostrarles que no soy un pelele.

            —Eres un estúpido —le regañó furiosa—. No tendrá ni para empezar contigo, déjame luchar primero.

            —Descansa, acabas de hacer un gran esfuerzo con las catas —Alfonso trató de sonreír.

            Aún estaba asimilando que iban a enfrentarse a muerte en un combate de espadas. Sus manos temblaban y a duras penas sostenían el frío acero en alto.

            —Podéis empezar —ordenó el rey.

            —A sus órdenes —respondió el mercenario, acercándose a Alfonso con la espada de Bertram sostenida en una mano.

            Se acercó rodeando a Alfonso, que mantenía firme su acero a la altura de su pecho apuntando hacia su adversario. Efrén alzó su espada e hizo un amago de golpearle.

            —Recuerda que tienes la ventaja de tu agilidad —escucharon decir a Abby.

            Alfonso quiso ponerse de nuevo la cota de malla. Ahora no le importaba ser ágil, el barro hacía ventosa con sus pies.

            —Ahora vais a entender por qué no se presentan voluntarios para representar a nuestro reino.

            Dicho eso dio un paso al frente e hizo girar su espada como en una de sus catas.

            Abby se quedó pálida al ver lo que sucedió. La cabeza de Alfonso rodó por el barro con una horrible mueca de sorpresa e incredulidad. Su cuerpo, aún de pie, era una fuente de sangre que escupía chorros a borbotones antes de perder el equilibrio y caer inerte.

            —El muy estúpido no sabía ni defenderse de un ataque tan básico —protestó el mercenario.

            Se agachó junto al cuerpo y movió su mano como si fuera un muñeco.

            —Se tiene que bloquear la espada, nunca se baja la guardia.

             

Continuará

             

             

             

Comentarios: 2
  • #2

    Chemo (miércoles, 16 noviembre 2022 14:35)

    Tony, deberías de contactar a un productor para que haga una película con esta historia. Yo creo que tendría mucho éxito.
    Y no creo que muera Alfonso, Seguramente es revivido en la siguiente parte.

  • #1

    Tony (martes, 15 noviembre 2022 09:02)

    No olvidéis comentar.
    Por cierto, no quiero soltar espoilers pero creo que esta vez es necesario que la próxima parte sea continuación directa de esta o perderéis el hilo.
    Como ya está escrita solo necesito revisar y la subo esta semana.