La reliquia del ángel

2º parte

            - Si puedo asegurarle algo en un caso tan extraño - le dijo Antonio -. Es que «La muerte» no necesita cortarle el cuello a nadie para llevárselo. Quiero decir con esto que, es probable que algún espíritu atormentado poseyera al asesino para poder cometer ese crimen. Para ello necesitaré que me diga si su marido ha tenido enemigos a lo largo de su vida o puede haber llevado directa o indirectamente a «La muerte» a alguien.

            - ¿Insinúa que no fue «La muerte»?

            - Por supuesto, no puedo asegurarlo. Pero estoy seguro al noventa y nueve por ciento de que no fue la mano ejecutora.

            - ¿Y quién pudo ser?         

            - Bueno, antes de meterme en el caso, permítame pedirle que me pague la primera mitad por adelantado.

            - ¿Cómo? - dijo ella, avergonzada.

            - Verá, necesito mantener mi negocio y no puedo denunciar a nadie por no pagarme después de mi trabajo ya que no tengo licencia. No existe licencia para esto ¿sabe?

            - ¿Y cómo sé que no se va a largar?

            - Bueno, podría denunciarme por estafador y lo habría llegado a escuchar por ahí. He resuelto varios casos y cuando no cobraba al principio, algunos se negaban a pagarme ya que de repente dejaban de creer en fantasmas. Muy bonito, claro, cuando ya se los he quitado de encima. Ojala pudiera devolvérselos pero una vez que se marchan, no vuelven más.

            - ¿Cuánto es?

            - Quinientos euros por cada día de investigación. Mil más al resolver el caso.

            - Eso es una estafa en toda regla.

            - Por eso quiero que me pague ahora - insistió él -. Para ahorrarnos tiempo si no estamos todos de acuerdo con nuestras obligaciones. Si usted no paga, yo dejaré que «La muerte» siga haciendo de las suyas. Si no paga ahora me marcharé por donde he venido.

            - ¡Válgame Dios! ¿Es que no tiene usted corazón? ¿No se da cuenta de que pueden matarme?

            - Tengo un negocio que mantener.

            - Está bien, está bien - la mujer razonó llevada por el miedo -. No tengo quinientos euros encima...

            - Tampoco pensaba empezar la investigación hoy. Bastará con que me aloje por esta noche en su casa y así podría informarme de lo que necesito saber. Además, podré protegerla de quien quiera que desee matarla desde el más allá.

            - ¿Y cómo sé que no le poseerá a usted? - dijo ella, enojada.

            Antonio se desabrochó la camisa y le mostró varios amuletos colgados de su cuello, varios tatuajes con formas de pentagrama y símbolos que parecían escritos en hebreo antiguo.

            - ¿Qué es todo eso?

            - Son protecciones, señora, nada de este mundo ni del otro podría nunca entrar en mi cuerpo.

            - ¿Está seguro?

            - Absolutamente.

            - Y esa cosa que lleva - señaló ella una piedra de cuarzo rodeada con un alambre brillante que parecía de plata.

            - Es una piedra de cuarzo - respondió -. Tiene mucho valor sentimental para mí. Siempre me ha dado suerte.

            Era una gema con forma de obelisco que dejaba atravesar la luz. Sus imperfecciones la hacían bonita a la vista pero era obvio que no tenía mucho valor.

            - De acuerdo, me llamo Mari Luz, ¿y usted?

            - Antonio Jurado - le extendió la mano, cordialmente -. Confíe en mí, resolveré su caso.

            No había razones para confiar en él. Podía llegar a su casa y hacerle cualquier cosa pero se sentía más segura con ese hombre cerca que sola de modo que confió en él.

 

            Cuando llegaron a su casa le enseñó un periódico en el que relataba los hechos y la detención del asesino. Mientras fue a buscar el dinero él pudo leyó detenidamente lo que decían en el artículo. El acusado alegaba no recordar nada aunque el fiscal demostró que se drogaba a diario - heroína - y cuando lo hacía sufría trastornos de personalidad. En la prisión estaba siendo sometido a desintoxicación. Su familia aseguraba que a veces le sorprendían hablando solo, usando dos voces pero que nunca había sido violento. Durante el juicio descubrieron que muchos años antes apareció su hermana enterrada en el campo y él mismo la descubrió. Decían que estaba muy afectado desde entonces y fue cuando empezó a drogarse.

            - Seguro que también la mató él - opinó Mari Luz, saliendo de su cuarto con los diez billetes de cincuenta euros.

            - O su otro yo - rectificó él -. Según esta información no hay razón para pensar que usted corra peligro. A no ser que sepa algo más que no me haya contado todavía.

            Ella bajó la cabeza y no dijo nada. Le entregó el dinero y se sentó en un sillón, frente a él.

            - Por favor, no se avergüence, sea lo que sea la creeré.

            - Solo son sonidos que oigo en la noche. Se lo dije a una de mis hijas, Clarita, pero ella me dijo que eran pesadillas que confundía con la realidad.

            - ¿Qué clase de sonidos?

            - Como de una guadaña rozándose con las paredes de la casa, por fuera.

            - ¿Y la escucha muy a menudo?

            - Casi todos los días, a las doce de la noche en punto. Le parecerá una locura pero...

            - Continúe - animó él.

            - ... me he asomado alguna vez y he visto una figura vestida de negro, como un monje, con su capucha sobre la cabeza y la guadaña oscura y maldita provocando chispas al rozarse contra la pared de piedra de mi casa,  estoy convencida de que si salgo me matará como hizo con mi marido.

            Antonio se rascó la barba de tres días y volvió a mirar el periódico. Suspiró y se llevó la mano derecha al bolsillo. Palpó su paquete de tabaco y se tranquilizó al recordar que estaba casi llena. Necesitaba un cigarrillo pero esperaría a terminar de interrogarla.

            - Está bien, escuche - dijo -. Tengo que hacer preguntas por el pueblo. ¿Puede decirme el nombre de algún testigo? ¿Dónde puedo encontrar a los familiares del asesino?

            - ¿Me va a dejar sola?

            - No se preocupe, son las ocho de la tarde - respondió, mirando el reloj -. Volveré en una hora como mucho.

            - De acuerdo. Su familia vive en la parte más alta del pueblo, tienen una casa de tres pisos que reconocerá porque la terminaron hace un par de años. El resto de casas tienen más de cincuenta años.

            - ¿Cómo se llaman?¿Por quién puedo preguntar?

            - Son los Carillón. Pregunte por la chica, Ana, la hermana del asesino. Es la más... razonable de la familia.

            Antonio se levantó del sillón y metió la mano en el bolsillo, ansioso de sacar su cajetilla de cigarrillos. Se preguntó a qué se referiría con que esa tal Ana sería la más razonable. Seguramente habían cruzado palabras muy duras entre ellos así que no le dio demasiada importancia, era algo lógico teniendo en cuenta lo que había pasado.

            - ¿Puedo acompañarlo? - preguntó Mari Luz, nerviosa.

            - No, mejor quédese porque si la ve sabrá que he venido por usted. Voy a hacerme pasar por inspector de la policía, ¿comprende?

            Ella asintió, resignada.

            - De acuerdo, entonces, volveré en un momento. Ah, si escucha ruidos ahí fuera, llámeme, llevo el teléfono conmigo.

            - Oh, sí, sí, gracias, le llamaré.

           

 

            La casa a la que se refería era muy alta pero a la vez bastante estrecha. Se encontraba entre dos establos tan viejos que parecía que los tejados se iban a caer. Supuso que sería esa la vivienda porque por la parte alta del pueblo, no había más casas habitadas.

            Tocó el timbre, apurando al máximo la colilla que colgaba de sus labios. Antes de que le abrieran la puerta exhalaba la última bocanada de humo.

            - ¿Quién es? - preguntó una mujer de unos cincuenta años asomada a una ventanilla de la puerta, protegida por una reja plateada barroca.

            Demasiado lujo para un pueblo perdido de la mano de Dios, pensó.

            - Inspector de policía - sacó su cartera y la mostró a la mujer.

            - Tengo unas preguntas que hacerle acerca de su hermano - dijo, al ver la cara de incredulidad de la mujer.

            - Ya hemos respondido a todas las preguntas.

            - Tenemos una nueva pista - añadió él, afable -. Es posible que el acusado podría ser inocente.

            - ¿Cómo va a ser inocente? Estaba drogado y el arma homicida tenía sus huellas. Además la mujer de la víctima aseguró que le vio salir del establo justo cuando encontraron a su esposo.

            Eso no se lo esperaba. Esa mujer había aceptado lo que le dijo la policía sin el menor reparo.

            - ¿Puedo pasar? - preguntó, sin saber cómo seguir preguntando.

            - Por supuesto, disculpe - dijo la mujer, cerrando la ventanilla de la puerta y posteriormente abriendo la puerta principal -. Adelante.

            - Gracias, solo por situarme... ¿Usted es?

            - Ana, la hermana de Norberto.

            Antonio sacó su libreta y anotó los dos nombres. Nadie había tenido la molestia de decirle el nombre del acusado. Recordó que Mari Luz se había referido a esa mujer como "chica", cuando en realidad podía ser su madre perfectamente.

            Se acomodaron en el salón. Parecía que se habían dejado una enorme fortuna en hacer la casa, la fachada y los detalles exteriores pero por dentro todo parecía viejo y de segunda mano. Se dio cuenta de la importancia que tenía para ellos aparentar ante los vecinos.

            - Bonita casa - mintió.

            - Gracias, le faltan unos arreglos. ¿Quiere un café?

            - Sí, gracias - aceptó.

            Eso suponía tiempo para pensar en el interrogatorio. ¿Cómo podía encarrilarlo hacia lo que de verdad quería saber sin parecer un chiflado? Esa era la gran dificultad. Pero ya estaba acostumbrado a ese tipo de vicisitudes.

           

 

            Cuando la señora Ana le sirvió el café humeante y con un intenso aroma a café barato ya tenía todo perfectamente claro para iniciar la investigación.

            - ¿Es usted la única hermana del acusado?

            - No, somos cinco. Bueno éramos.

            Antonio se rascó la barbilla.

            - Bien, ejem - carraspeó -, ¿usted y la señora Mari Luz tienen o han tenido algún tipo de problema en el pasado?

            - Antes de la guerra mis padres se llevaban muy bien con los suyos, cuando éramos niños nos pasábamos los días juntos, quedaban por las noches para jugar a las cartas, se ayudaban en el campo y a veces incluso compartíamos granero.

            - ¿Antes de la guerra? - preguntó, intrigado.

            - Es una historia complicada, pero ya lo apuntaron en el informe policial, ¿no lo ha leído?

            - Necesito que me lo vuelva a contar. Hay cosas que podrían ser importantes, detalles que no ha contado - se defendió como pudo ya que no había leído tal informe.

            - Mire, tengo cosas que hacer y empiezo a pensar que esto es una pérdida de tiempo.

            - ¿Qué ocurrió? - insistió con firmeza.

            La mujer se enojó pero se contuvo por un momento. Pareció recapacitar y luego respondió.

            - En la guerra mi familia fue a combatir en un bando y la suya al otro bando. Recuerdo las fuertes discusiones que había en casa cada vez que se hablaba de política. Después de la guerra mi hermano mayor se refugió en una habitación que tenemos en el sótano. Cuando vino del frente nos vimos obligados a mantenerlo escondido durante cinco años. Para nosotros era un juego y no contamos nada a nadie del pueblo. Sin embargo, tras la guerra no había amistad como antes en las dos familias aunque de vez en cuando seguían viniendo a casa a jugar a las cartas. Recuerdo perfectamente cuando preguntaron por Manuel y cómo respondían con ironía que no podían creer que hubiera muerto en el frente. Al día siguiente aparecieron los soldados y registraron la casa hasta encontrarlo. Lo sacaron a empujones y delante de nosotros, y mis padres le fusilaron a la puerta de casa. No teníamos ni diez años cuando ocurrió eso.

            - Desde entonces se odian - dedujo Antonio.

            - Solo es pasado - replicó, áspera, Ana -. Esas heridas llevan cerradas mucho tiempo.

            - ¿Cree que su hermano pudo aferrarse a ese odio para matar a Guillermo?

            - No, él estaba drogado. No mataría ni a una mosca.

            - Bueno, mató a una persona. Nunca se sabe lo que una persona drogada es capaz de hacer hasta que lo hace.

            - Si tiene claro que fue él, ¿qué ha venido a averiguar?

            - ¿Puedo ver sus herramientas del campo?

            Ese cambio de tema pareció aturdir a la anfitriona.

            - Claro, venga conmigo.

            Se levantaron y fueron al interior de la casa. Bajaron unas escaleras y llegaron al sótano que tenía una salida a la calle. Allí había un tronco donde debían haber cortado ramas secas para la cocina de leña. Había una enorme tinaja de madera que olía a vinagre y alrededor tijeras de podar, una hoz oxidada, un hacha y varias azadas. El suelo estaba cubierto de paja y en el techo se veían densas telarañas blancas que probablemente tenían arañas de patas largas, escondidas.

            «Una típica casa de pueblo con su establo de herramientas» - pensó Antonio.

            - ¿No tienen guadaña? - preguntó.

            - La confiscó la policía. Es el arma que utilizó mi hermano en el asesinato. Sinceramente, no sé por qué está aquí. Es evidente que fue el asesino. Incluso confesó que no sabía qué hacía con la guadaña ensangrentada cuando llegó a casa.

            - Lo sé - dijo -. La cuestión es si fue voluntario y premeditado o por trastorno psicótico.

            - Le repito que sin la droga no hubiera hecho semejante barbaridad.

            - Dígame una cosa, ¿desde cuando se drogaba su hermano?

            - Desde hace diez años.

            - ¿Fue a raíz de algún suceso?

            Ana asintió apenada.

            - Encontramos el cadáver de mi hermana, bueno, para ser precisos, lo encontró él. Estaba enterrada en un huerto y tenía el rostro hinchado por una paliza que le metieron antes de enterrarla.

            - ¿Se supo quién la asesinó?

            - No.

            - ¿Por qué le afectó tanto?

            - Si usted viera a su hermana en ese estado, ¿no le afectaría?

            - Seguro que sí, pero no me drogaría por eso - se defendió.

            - Está bien, esto también estaba en el informe. ¿Me va a hacer repetirlo?

            - Señora, cualquier detalle puede ser crucial.

            Ella suspiró, enojada.

 

Continúa...