La isla de los caminantes sin alma

4ª parte

            En una hora le dio tiempo a volver al hotel, coger su bolsa de viaje, pagar la estancia y salir, esperando no volver hasta unos días después. Estaba excitada, al fin averiguaría la verdad sobre la explosión atómica y estaba convencida de que no había habido tal bomba. La impaciencia había provocado una especie de película en su cabeza, donde ella descubría a los zombis, salvaba supervivientes y encontraba entre ellos un chico que la salvaría a ella. Se enamorarían y, al fin, pasaría página.

            Cogió el taxi de vuelta al aeropuerto y se imaginó ese primer encuentro con el hombre que la rescataría de la muerte, de la prisión de la tristeza. Seguramente sería muy guapo y estaría muy curtido por la lucha continua contra los zombis. Aunque viendo su encuentro idílico en su cabeza se imaginó a los zombis y sonrió con incredulidad. ¿Zombis? Por el amor de Dios, no existían los zombis. Seguramente descubriría una realidad muy diferente.

            Llegaron y Judas estaba apoyado sobre la avioneta leyendo un librito de aviones. Al verla llegar lo cerró con nerviosismo y metió el libro por la ventanilla del piloto.

            - ¿Está preparado el avión? -preguntó Brigitte.

            - Claro, el chico está siempre listo -Judas palmeó el ala de la avioneta sin demasiada convicción.

            - ¿Cuántos vuelos ha hecho? -inquirió ella, desconfiada.

            - Buf, no llevo la cuenta -replicó Judas-. Vamos, es hora de volar.

            Por alguna razón no se fiaba de él. Se comportaba como Antonio cuando fanfarroneaba sobre algo. Además guardaba un gran parecido con él, si no fuera por que pesaba veinte kilos más y tenía esa barba espesa. Si le viera los ojos y se quitara esas gafas de sol tan grades, de los años ochenta, seguramente dejaría de pensar lo mismo. Nadie tenía los ojos como Antonio Jurado.

            - ¿Qué estaba leyendo? -se interesó, mientras metía el equipaje en el receptáculo de la avioneta.

            - Me aburría, había terminado de llenar el tanque hace diez minutos. Ha tardado más de una hora.

            - No le he preguntado por qué estaba leyendo -protestó ella, sin esperar una segunda respuesta.

            El piloto sonrió como un idiota. Su aliento apestaba a no haberse cepillado los dientes en un mes.

            - No creo que quiera saber de qué iba el libro -replicó él malhumorado.

            Brigitte se sentó en el asiento de copiloto y él pasó detrás de ella. La chica había entrado con dificultades en el pequeño habitáculo pero él era el doble de grande que ella. Solo la convicción de que tenía que entrar porque era el piloto la convenció de que realmente cabría en el asiento de pilotaje. Pero cuando vio que apenas podía pasar hacia su puesto, cuando tuvo que pegar su cara contra el cristal de la ventanilla del avión para que él pudiera pasar las piernas, cuando vio que sus rodillas se quedaban encajonadas con el timón y él no sabía qué hacer para colocarse mejor, se preocupó en serio.

            El piloto no cabía en su puesto y por la expresión de preocupación de su rostro se diría que no sabía qué hacer. Palpó el asiento y buscó algo con desesperación. Entonces tocó alguna palanca y el asiento se echó para atrás, como en un coche, dejando sus piernas más estiradas y fuera de contacto con el timón de vuelo.

            - Este Henry -protestó-. Nunca deja el asiento como estaba. Le presté la avioneta a un amigo, ¿entiende?

            - Ah, claro -replicó ella, aparentando comprensión.

            Luego miró hacia el infinito y buscó algún sitio donde agarrarse. No estaba tan segura de que ese hombre fuera capaz de manejar ese aparato.

            - No se preocupe, está en buenas manos. Esto de pilotar no puede ser tan difícil.

            Brigitte volvió la cabeza lentamente hacia él, rezando en su fuero interno por que le hubiera entendido mal. Pero su mirada de pánico fue bastante expresiva y el piloto le devolvió la mirada con cierto miedo, como si se arrepintiera de haber dicho algo.

            - ¿Puede decirme cuántas veces a volado en esta avioneta? -preguntó, aterrada.

            - Vamos, es hora de poner al pájaro en el aire... –Judas se revolvió en el asiento y metió la mano bajo su trasero para sacar algo-. ¿Qué demonios es esto?

            Sacó un libro totalmente aplastado por su trasero. Lo miró con fastidio y lo tiró hacia atrás. Luego sacó un mapa de la zona que había justo a su izquierda y lo examinó detenidamente. «Por fin hacía algo que se supone que debería hacer», pensó Brigitte.

            La chica volvió la cabeza para atrás y vio el libro tirado sobre su bolsa de mano, abierto y con las páginas dobladas. Se intentó fijar en el título y lo único que pudo leer fue "...de vuelo".

            Judas encendió el motor y la avioneta se puso a temblar haciendo un ruido espantoso. Se puso un casco negro y le recomendó que hiciera lo mismo, señalando hacia arriba. Había un compartimiento que ella abrió y el casco cayó sobre su cabeza.

            - ¡Disculpe! -gritó Judas-. ¡Necesita eso para poder hablar conmigo!

            Ella asintió y se frotó la frente, donde se había golpeado al caer el casco. Se lo puso y el sonido de los motores se amortiguó mucho.

            - Vamos allá -escuchó una voz por el auricular del casco mucho más clara.

            - Estoy preparada -mintió, buscando un cinturón de seguridad o algo así. Judas no se lo había puesto así que supuso que no sería necesario.

            - Es hora de volar -dijo el piloto, emocionado.

            Dobló el mapa y miró la brújula del aparato, le dio unos golpecitos y no pasó nada, como era lógico.

            - Agárrese -pidió.

            - ¿No hay cinturón en el avión?

            - Oh,... –Judas se quedó pensativo-. Debe haberlos, espere.

            Judas buscó a su lado pero como apenas podía moverse no vio más que su barriga. Tuvo que hacer un gran esfuerzo y pegar la tripa en el timón, palpó en el lateral del asiento y asió una correa.

            - Ahí está -dijo triunfal-. Póngase el suyo, haga el favor.

            Ella encontró la correa escondida bajo su asiento y se la abrochó al respaldo de la parte izquierda. Cuando ya lo tenía puesto vio que Judas estaba teniendo dificultades para engancharlo ya que no veía el soporte de sujeción.

            - Déjeme a mí, yo lo hago -ofreció.

            - Muchas gracias -dijo él, aliviado.

            Qué torpe era ese hombre, parecía que no había montado en su vida en ese avión. Cogió la correa y la enganchó con dificultad dado que la tripa de Judas obligaba a poner al límite la correa.

            Al fin estaban listos. Judas movió la palanca de su derecha y el aparato comenzó a moverse lentamente hacia adelante. El hangar se abría para dejarles paso, la avioneta se desplazó con cada vez más rapidez directa a la pista de despegue.

            - ¿Cuánto tardaremos en llegar? -preguntó, excitada.

            - Supongo que algo más de una hora. Son unos mil kilómetros -explicó Judas.

            - ¡Mil kilómetros! -se maravilló ella-. Increíble, ojala tuviera este trasto en España para ir al trabajo. Llegaría en diez minutos.

            - Je, je, je -rió el piloto-. ¿A qué se dedica?

            - Soy secretaria multilingüe, pero me he escapado para hacer este viaje, espero no tener que trabajar más en ese agujero de locos.

            - ¿Por el tesoro? -preguntó Judas.

            El avión se colocó en la cabecera de la pista y el piloto puso la máxima potencia con la palanca de la derecha. El avión dejó de temblar pero se notó una gran fuerza de empuje hacia atrás que los pegó al asiento. La aceleración estaba siendo muy fuerte y poco a poco el aparato comenzó a saltar sobre el terreno con brincos cada vez más largos.

            - Por si no sobrevivo -susurró Brigitte como respuesta, aterrada por ir a tanta velocidad en ese aparato tan pequeño. Sus movimientos bacheados hacían que pareciera imposible controlarlo.

            Al menos Judas estaba concentrado en su trabajo y toda su inseguridad desapareció con el timón en sus manos. Cuando la pista se estaba terminando, movió el timón hacia él y la avioneta dio un brinco ascendente que esta vez fue definitivo y se sostuvieron en el aire. Aún así al aparato le costó sostenerse e hizo un pequeño descenso. Con un gran esfuerzo, Judas mantuvo el timón contra su barriga para lograr que el aparato siguiera su trayectoria ascendente. Brigitte quiso cerrar los ojos, pero estaban subiendo poco a poco y cada vez veía más lejos el suelo con las palmeras. El ascenso pareció costarle un gran esfuerzo al aparato que hasta después de diez minutos de subida continua no lo equilibró Judas en el aire para tomar la dirección correcta.

            - Estamos a quinientos metros de altitud -explicó-. No podemos volar más alto por los vuelos comerciales. Pero no se preocupe, no hay montañas en el mar.

            - Menos mal -expresó ella, feliz de que al fin estuvieran volando.

            - ¿De dónde saca una secretaria veinte mil dólares para sus vacaciones aventureras? -preguntó Judas por el auricular de su casco.

            - Una herencia -respondió.

            - Vaya, es usted una mujer con suerte, tiene una herencia millonaria, le dan un mapa de un tesoro. Desde niño quise buscar tesoros, creo que por eso me vine a esta zona del pacífico. Si en occidente quedaran tesoros ya los habrían descubierto todos. Una vez un cliente me pagó con un lingote de oro del tamaño de un dedo gordo del pie y hasta ahora no he necesitado venderlo. Espero que encontremos ese tesoro y que sean kilos y kilos de oro. ¿Sabe cuanto pagan por cien gramos? Se lo voy a decir, cuatro mil dólares, sí, sí cuatro de los grandes.

            - Eso es mucho dinero -replicó ella, aparentando entusiasmo. Se preguntaba con qué cara se quedaría Judas cuando le dijera que no había tal tesoro.

            - Ya lo creo. Pero aún así me ofrecía veinte mil por el viaje, lo que significa que espera encontrar mucho más de cien gramos.

            - Claro -asintió, sin atreverse a mirarlo.

            - En cuanto volvamos pienso comprarme un Ferrari, siempre quise tener uno.

            - Es solo un coche -replicó ella, encogiéndose de hombros.

            - Señora, un coche no, es El coche.

            - Nunca entenderé esa obsesión de los hombres por los coches.

            - ¿Los hombres? -se escandalizó Judas-. He conocido amigos que eran más feos que pegar a un padre y con un cochazo ligaban todas las noches. Si a alguien le gustan los coches, es a las mujeres.

            - Sí, pero ellas no se fijan en el coche, sino en la cartera. Quien compra un deportivo seguro que tiene una mansión.

            - ¡Qué ingenuas! -rió el piloto soltando una carcajada-. Así pican todas, claro.

            - No todas las mujeres se fijan en los ricos -replicó medio ofendida.

            - Venga ya, ¿no está arriesgando su vida por un puñado de oro? -replicó Judas-. Otras son más prácticas y se acuestan con los que ya tienen el oro en su casa.

            Brigitte quiso contarle la verdad. Que no era oro lo que buscaba en ese viaje, pero si lo hacía se arriesgaba a que diera la vuelta. No había llegado hasta ahí para nada.

            - Tiene un concepto muy desvirtuado de las mujeres, ¿está casado?

            - Sí, lo estoy -le mostró su anillo-. Hace meses que no la veo.

            - ¿Por qué? -preguntó ella.

            - Tuve muchos problemas... No quise arrastrarla conmigo y tuve que irme solo. Sé que suena mal, pero créame, no tuve más remedio.

            - ¿Tenía deudas de juego? -preguntó, intrigada.

            - No, pero no quiero aburrirla con mis problemas. Aquí estoy alejado de ellos. ¿Usted está casada?

            - Lo estuve... -Brigitte sintió esa mano apretando su corazón y se quedó sin voz-. Lo estuve... Pero murió.

            - Cuánto lo siento -replicó el piloto-. Debía quererle mucho.

            - Llevábamos casados unos meses. Por favor no quiero hablar de eso, ¿puede hablar de otra cosa?

            - Disculpe, no quería incomodarla -Judas se quedó cortado unos minutos y no volvió a hablar. Se asomó por la ventanilla estirando el cuello y buscó algo por el mar. Éste estaba completamente azul y no parecía tener demasiada profundidad. Todo ese mar estaba lleno de corales y atolones que no veían la superficie por escasos metros. Era realmente precioso volar a tan baja altura.

            - Estos mares están infestados de tiburones -explicó él-. No quisiera tener un accidente por estas aguas.

            - Pensaba que sería bonito bucear por aquí hasta que ha dicho eso -replicó ella, sorprendida.

            - Sí, claro -se mofó el piloto.

            - ¿Cuánto tiempo lleva viviendo en Tahití?

            El piloto la miró sorprendido por esa pregunta. Dio un profundo suspiro y luego negó con la cabeza.

            - Ni me acuerdo de cuándo pisé esa isla por primera vez -dijo, encogiéndose de hombros.

            - ¿Y sabe francés? Porque el inglés parece que le cuesta un poco.

            Judas volvió a mirarla como si esa conversación le preocupara.

            - ¿Qué le pasa? ¿Le molesta que le haga preguntas personales? -tanteó Brigitte.

            - No, para nada. No me molesta en absoluto -replicó, afirmando con su negativa que realmente le fastidiaba hablar de sí mismo.

            - Está bien, ¿de dónde es?

            - De todas partes. Cuando estuve en Estados Unidos me decían que parecía americano y cuando fui a Alemania...

            - No, no, no me salga con esas. ¿De dónde es realmente? -atajó ella.

            - Soy español -reconoció finalmente, como si se diera por vencido.

            - Entonces hablemos en español -trató de tranquilizarle ella.

            El piloto asintió de mala gana. Estuvieron callados unos minutos antes de que ella se animara a proseguir la conversación. Tal vez así podían hablar de cosas menos triviales, no se había atrevido a sacar el tema de los sucesos de Tupana por miedo a que él no comprendiera su inglés.

            - ¿Ha ido alguna vez a Tupana? -empezó la conversación, en perfecto español madrileño.

            - ¿Por qué querría ir allí? -replicó él con mucha más facilidad.

            - No sé, está aquí al lado.

            - Resulta cómico que diga eso, ya que todo el mundo sabe en Tahití que hay cientos de islas alrededor. ¿Sabe lo que pasa cuando uno tiene una manzana? Que cuando tiene hambre la coge y la huele, la limpia con cuidado y se la come con apetito. Pero cuando tienes doscientas manzanas piensas en comer una, tal vez dos. Pero luego dices... Quiero una naranja. ¿Entiende?

            Brigitte le miró con insistencia. Ese tal Judas le resultaba tremendamente familiar. Ya había conocido a alguien que hacía comparaciones estúpidas con cualquier excusa.

 

 

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Comentarios: 4
  • #1

    Antonio J. Fernández Del Campo (lunes, 10 octubre 2011 13:07)

    Puedes comentar aquí lo que quieras sobre la historia.

  • #2

    yenny (lunes, 10 octubre 2011 17:25)

    Espero que la otra parte sea un poco mas larga, ya estoy esperando la siguiente parte a ver que pasa.
    Gracias por decidir que Karma de sangre va a ser la siguiente historia, deberias dedicarmela porque me has tenido esperando mucho por ella jaja

  • #3

    Tony (lunes, 10 octubre 2011 17:50)

    ¿Corta? Jaja, pero si es la más larga que he puesto en mucho tiempo. Normalmente son 5 páginas de word por parte, esta vez puse 6.
    Supongo que es un halago ya que deben enganchar.

  • #4

    yenny (martes, 11 octubre 2011 02:53)

    Esa puede ser la razón como esta tan interesante la ha sentido muy corta.