Fausta

5ª parte


 

            Tras una nueva sesión de baño vigilado (con otros espectadores distintos que, esta vez sí, la miraron a ella aunque como una res a la venta) les condujeron al exterior obligándoles a cubrirse el rostro para evitar que pudieran identificarles en la villa antes de entrar en un carromato sin ventanas.

            Cuando cerraron las puertas los guardias que entraron con ellos les quitaron las capuchas aunque no las gruesas cadenas que les unían las manos y los pies.

            Durante el viaje fueron sentados y duró un par de horas. No tenían modo de saber a dónde fueron.

            Mientras tanto los guardias hablaban en su idioma y Fausta trató de dormir. Por suerte era invierno porque en la estación veraniega se habrían achicharrado allí dentro.

            Al llegar les sacaron y fueron directos a una tienda blanca con un banderín rojo triangular azotado por el viento. Estaban en un mercado.

            En el interior había un poste horizontal y a lo largo del mismo otros muchos presos esperaban con aburrimiento.

            — Buena mercancía —Alabó un hombre de chilaba negra.

            — Son godos —replicó uno que les acompañaba, con asco—. Estos son condenados. Hay que marcarlos.

            — ¡La venta es al medio día!, no pierdas tiempo y llévalos a la forja.

            Con un resoplido de agobio les hicieron levantar y a empujones les llevaron a otra tienda, la del herrero.

            Hablaron precipitadamente en árabe y colocaron a Eleazar de rodillas frente a la fragua. El herrero de quejó con aspavientos pero rebuscó una varilla en un recipiente de esparto cilíndrico y finalmente extrajo una con pequeño dibujo de líneas entrecruzadas en su punta. La introdujo en el horno y avivó las llamas con un enorme fuelle situado a la izquierda.

            Eso fue todo lo que vieron ya que sin previo aviso les pusieron de nuevo la capucha de piel de cabra donde apenas se podía respirar y olía a excremento.

            «Malditos sean, nos marcan como reses» —Fausta se puso nerviosa. Eleazar se resistió insultándoles y tratando de romper sus cadenas pero ni diez hombres hercúleos hubieran roto esos gruesos eslabones.

            Su grito de dolor desgarró el alma de la muchacha, su ánimo se vino abajo cuando la arrodillaron en la misma postura y le pusieron el aguijón candente en el dorso de la mano derecha entre el dedo índice y el pulgar.

            Su grito de dolor hizo eco en todo el mercado de esclavos pero nadie acudió, estaban acostumbrados.

 

 

            No fue consciente del tiempo que transcurrió ni a donde la llevaron cuando la quitaron la capucha. Le ardía la mano como si aún tuviera pegado el hierro candente a pesar de que le pusieron un trapo empapado  en la herida, no sabía qué líquido era pero le aliviaba mucho de modo que lo sostuvo con su otra mano.

            Vuat can cum tuabpiniliahbulah ig lag bi.

            — Habla en cristiano, que no todos somos de la Meca —protestó un hombre con voz ronca.

            — Que cuanto pide por los esclavos —Repitió de mala gana y con acento árabe.

            Estaban sobre una plataforma de madera y  les observaban varias personas.  El que preguntó era el mismo tipo de chilaba negra y el que se quejaba del idioma era un godo distinguido, el único por allí que no parecía árabe. Fausta se preguntó si sabía que debían estar muertos. Al cruzar la mirada con él le sonrió con la esperanza de ser comprada por él.

            Le devolvió la sonrisa pero no fue de amistad sino como la de un pervertido, y se sintió ofendida.

            — Doscientos dinares por la curandera. Quinientos por el soldado —expuso el que sujetaba sus cadenas.

            — ¿Estás loco? Seguro que no sabe ni manejar una espada —protestó el godo.

            El árabe que estaba con ellos se acercó a Eleazar y le descubrió el pecho. Sus poderosos pectorales arrancaron resoplidos de admiración.

            —Este hombre ha vivido batallas. Mirar sus cicatrices, son heridas de flecha. Es fuerte, ojalá contara con muchos como él para ir a la lucha.

            — Es demasiado caro —protestó el godo—. ¿Cómo sabemos qué habilidades tiene esa mujer?

            — Conoce las plantas, sabe las que curan y cuales matan.

            Le dedicó una sonrisa y la guiñó un ojo.

            — Que hable —pidió el godo—. Convénceme mujer.

            El árabe la invitó a obedecer con un gesto de la mano.

            — Me llamo Fausta —dijo nerviosa—. No valgo nada, no sé distinguir una planta de una boñiga de vaca.

            — ¡Mientes! —Protestó su vendedor.

            El árabe extendió un látigo que no había visto y lo restañó frente a sus pies a modo de advertencia.

            — ¿Quieres la verdad? —Le desafió—. ¿Os creéis muy poderosos? ¿Qué vais a conquistar el mundo y que nos obligaréis a sufrir vuestras leyes? Calamidades, guerras interminables, pobreza, odio desde todos los rincones del mundo, eso es lo que os espera ismaelitas, ¡yo os maldigo!

            Y escupió a sus pies como había visto hacer a las gitanas tras una maldición.

            Durante un segundo se quedaron mudos pues la mirada de Fausta llevaba tanto odio impregnado que se diría que podía matar.

            Después rompieron en carcajadas como si les hubiera costado entender un chiste.

            — Te doy doscientos por la bruja —bramó godo—. ¡Par diez!  Quiero a los dos. ¡Guerra interminable! Me haré más rico de lo que nunca soñé. Te daré quinientos por ambos, ¿qué dices?

            El árabe sonrió satisfecho y la miró con odio.

            — Trato hecho.

 

 

 

            El hombre que les compró era un tal Pelagius y recorría la península buscando esclavos. Era un señor de la guerra, un aliado de los invasores que renegó de los suyos cuando le ofrecieron el pacto.

            A Eleazar le entrenaron en el uso de la espada, el escudo y le equiparon con armadura de cuero (romana, llena de agujeros y desgastada). Todos los esclavos dormían en una tienda árabe a la intemperie, pero a pesar de lo que parecía les protegía del frío y no necesitaban más que una hoguera en el centro para calentarse los cincuenta y siete.

            Pasaron meses en los que Fausta se había unido a las mujeres curanderas. Aprendió a identificar la manzanilla, el diente de león, la cola de caballo y otras que debía recolectar del campo que servían para ungüentos anti hemorrágicos.

            Un día el señor godo la ordenó que fuera a visitarle aquella noche. Otras de las esclavas se apresuraron en asearla igual que una reina y la vistieron con un pareo de seda que cubría sus piernas hasta los tobillos y una túnica blanca corta cubriendo el pecho.

            Esperaba una visita fugaz, que la tomara a la fuerza la violara y se aburriera de ella, era un tipo rudo enorme y con grandes músculos. Siempre se le escucha reír escandalosamente y a cada esclava con la que se cruzaba le daba un cachete en las nalgas. Sin embargo parecía gozar de la simpatía de todos y no necesitaba vigilarlos porque nadie se escapaba. Más bien cada uno de sus esclavos eran sus ojos. Se diría que le debían la vida.

            Ella llegó temprano y se acomodó en su lecho de plumas y sábanas de algodón egipcio. Nunca había probado una cama tan cómoda y a los pocos minutos se quedó dormida.

            — Qué ganas tenía de esto —escuchó su cavernosa voz, que la despertó—. Tú y yo tenemos muchas cosas de que hablar.

            La última palabra la sorprendió.

            — ¿Hablar?

            Pelagius se sentó a su lado y se tumbó cruzando las piernas, sacándose las sandalias con las puntas de los dedos. Estaba prácticamente desnudo, solamente llevaba un calzón de cuero.

            — ¿Qué eres? ¿Una asesina? ¿O una bella dama que ha sido acusada injustamente de un crimen que no ha cometido?

            — Soy... Culpable, si es lo que preguntáis.

            — Exactamente, ¿de qué?

            — De estúpida, ingenua y especialmente de tratar de hacer justicia por mi cuenta.

            Pelagius la miró con curiosidad.

            — Te voy a dar una mala noticia —rezongó—. Aquí no queremos asesinas traicioneras.

            — No tema, señor.

            — Verás muchas injusticias.

            — No volveré a cometer ese error.

            — ¿Cuál de ellos?

            — El de... Juzgar a la ligera, mi señor.

            Aquello provocó una sonora carcajada en el godo, una tan brusca que la asustó.

            — Prueba, que crees que puedes juzgar de mí.

            La retó, girándose hacia ella.

            «Eres un maldito traidor que se ha vendido a los invasores en lugar de reunir a nuestra gente para expulsarlos de nuestras tierras»—Pensó.

            — Eres un amigo de los árabes, un mercenario. Comercias con vidas humanas y  si no fuera una de ellas te diría que eso está mal. Pero nos tratas como personas aquí, mi padre tenía jornaleros a los que trataba peor.

            — Crees que soy un traidor... Interesante. Los traidores merecen toda clase de muertes. ¿Cuál de ellas me darías tú?

            — Me pregunto si me dejarías ir a ver a mi padre —cambió de tema con una sonrisa—, debe estar destrozado pensando que he muerto por su culpa.

            — Imposible, para él estás muerta —barruntó con tozudez—. Si lo permitiera rompería el lazo de amistad con los árabes que me he ganado con tanto esfuerzo.

            — Estamos a dos horas a caballo de Cádiz, puedo despedirme de él, decirle que estoy bien. Guardará el secreto.

            — No puedes, no insistas más.

            — Ya lo imaginaba, no perdía nada por intentarlo.

            »Adelante, no pierda el tiempo, acabemos de una vez con esto.

            Fausta se tumbó boca arriba y se abrió de piernas mirando a otro lado.

            — ¿Acabar? —Preguntó sonriente.

            Se acercó y la volvió el rostro hacia él.

            — Un día te volveré a preguntar qué piensas de mí... Espero que seas sincera y que mi imagen haya mejorado un poco. De momento haces muy bien. No me juzgues a la ligera, tengo la esperanza de que con el tiempo me conozcas de verdad. Buenas noches y no mates a nadie... Si yo no te lo pido.

            Se levantó y la ofreció su mano, ella la tomó y se levantó.

            — Puedes irte. Espero que en nuestra siguiente reunión seas más sincera. Aunque tus ojos no mienten.

            — ¿Creéis que os he mentido?

            — Soy bueno conociendo la gente. Eres una criatura preciosa y dolida que tiene miedo y rencor a todo el mundo. Veo en tus ojos el desprecio, crees que soy un mercenario, un traidor, pero quiero que sepas que esa es la imagen que me interesa dar. Al menos mientras no pueda hacer otra cosa.

            — No le entiendo, señor.

            — Vuelve a la tienda de los esclavos, dile a Eleazar que quiero verle.

            La muchacha obedeció. Pero antes de salir por la puerta Pelagius la llamó:

            — Fausta.

            — ¿Sí?

            — Diles a todos que mañana partimos.

            — Se lo diré.

 

 

            Mandó a Eleazar acudir a sus aposentos, se metió en la cama y esperó su regreso para preguntarle qué quería de él. Desde que les compraron dormían en camas colindantes.

            Cuando regresó unos minutos más tarde parecía preocupado.

            — ¿Qué te ha hecho? —Le preguntó.

            — Me ha dicho que mañana me probará en combate. Que tiene mucha confianza en mí y espera que no le defraude. Ah... Que él también luchó en Guadalete.

            — ¿Te va a probar? —Replicó, preocupada.

            — No sé más.

            Fausta se dejó caer sobre su almohada y tuvo miedo por él, durante ese tiempo de convivencia ambos se sinceraban por las noches y sin darse cuenta se habían vuelto imprescindibles el uno para el otro.

            Después se puso a pensar...¿Estaban a punto de atacar a los cristianos? ¿Su padre corría peligro?

            Tenía que verlo, estaba harta de esa situación. Esperó a que todos durmieran y aprovechó las sombras para escabullirse fuera de la gran tienda por un lateral. Cogió un caballo y se marchó directa a Cádiz a plena luz de la Luna llena.

            Su montura, un equino marrón manchado de blanco enfrente y costillas, aguantó al galope con dificultades debido a las abruptas rocas del camino y la oscuridad que las ocultaba. Cuando vio el viejo caserón que construyó su abuelo se detuvo. Un hombre estaba a punto de saltar de la ventana hacia el lado del valle: una caída que le causaría la muerte.

            — ¡Padre no! —Gritó, moviendo los brazos con aspavientos.

            El hombre miró hacia ella y se asustó.

            — ¿Fausta? —Exclamó incrédulo.

            Entró en la casa y le escuchó bajar corriendo por las escaleras.

            Entonces alguien subió a la parte de atrás del caballo y le arrebató las riendas. Sentado detrás la envolvió con sus fuertes brazos y le arreó alejándola de su padre y ocultándoles entre la maleza.

            Cuando Alfonso salió llamándola a voces ella no sabía si aún podía verlos.

            Miró al que la alcanzó creyendo que sería un bandido pero al mirar hacia arriba vio el prominente mentón barbudo de Pelagius.

            — ¿Cómo me ha encontrado?

            — No eres tan silenciosa como crees —respondió sonriendo.

            — Déjame ver a mi padre, por favor. Será sólo un momento.

            — Él te ha visto, sabe que estás bien, quizás cree que eres un fantasma que le ha salvado de suicidarse, ahora no sufrirá por ti. ¿Satisfecha? No quiero que piense que estás viva, arruinaría el plan.

            — ¿Cuál? ¿Quieres un ejército de esclavos para atacar a tu gente? ¿O buscas construirte un harén? —Preguntó furiosa.

            — No digas sandeces, mujer. Ya lo descubrirás cuando demuestres que puedo confiar en ti.

            Cabalgaron en silencio hasta el campamento. A pesar de ser mediados de enero Pelagius únicamente llevaba las botas de piel y una camisola larga, como si acabara de salir de la cama.

            — ¿Cómo me has alcanzado? —Le preguntó al darse cuenta de que él no tenía caballo.

            — Corriendo, por supuesto. Estaba entrenando antes de acostarme y te vi huir. No creas que ha sido fácil darte alcance.

            — Eso es imposible. Dos horas detrás de un caballo al galope...

            — Llevar armadura de acero todo el día es lo que tiene, al quitármela parece que me salen alas en los pies.

            — ¿A quién pensáis atacar mañana?

            — Como sigas preguntando voy a creer que eres una espía.

            La llevó hasta la tienda de esclavos y la bajó del caballo sin el menor esfuerzo, cogiéndola por las caderas. Aún era noche cerrada.

            — Tenemos problemas de dinero —le explicó desde el caballo—, mañana llega una partida de África con cientos de miles de dinares de papá Mustafá. Vamos a ver cuánto nos quieren dar.

            Fausta se lo quedó mirando, sorprendida.

            — Suena peligroso —opinó sonriente.

            — Tú eres la adivina, dime lo que va a pasar, nos jugamos mucho.

            Fausta sonrió al comprender que se había equivocado por completo con ese hombre. Eso significaba que les compró con el dinero que robaba a los sarracenos y por esa razón los visires se veían obligados a obtener beneficios de donde pudieran, como vendiendo condenados a muerte en el mercado de esclavos.

            — Alguien que se enfrenta de la manera que sea a los invasores sólo puede ser un chiflado o un enviado del cielo. Tú, pareces lo primero.

            — Pues yo me quedo con lo segundo. Por cierto... Tienes una sonrisa muy bonita, tu novio Eleazar es muy afortunado.

            — ¿Mi qué?

            — Buenas noches —la ignoró el hombretón, alejándose hacia su tienda a caballo.

            Fausta negaba con la cabeza. ¿Qué le hacía pensar que ese campesino era su novio? Estaban mucho tiempo juntos y era de suponer que algo había entre ellos. Se imaginó por un momento casada con él, con hijos, en una choza de paja y trabajando de Sol a Sol para un Señor que apenas les pagaría la comida...

            —No, ni hablar.

 

Comentarios: 7
  • #7

    ariel (lunes, 02 febrero 2015 16:24)

    me gusta el aire de novela historica, que pasara ahora ?

  • #6

    Chemo (sábado, 31 enero 2015 04:51)

    Llevo casi tres semanas sin poder leer la historia, pero me alegra que no me he perdido de mucho. Por lo visto Fausta no está nada mal de joven, y eso que me la imaginaba como una vieja bruja amargada. Espero la continuación.

  • #5

    Jaime (jueves, 29 enero 2015 07:12)

    Yo pensaba que la historia iba a contar cómo Fausta se convirtió en bruja y adquirió su longevidad, pero ya no etoy tan seguro. Lo único que se me ocurre es que Fausta se enamore de Pelagius y ocurra alguna tragedia que haga que Fausta haga un pacto con el demonio. Aunque esta Fausta dista mucho de la que aparece en historias anteriores.
    Concuerdo con muchos de vosotros en que la historia todavía no se sabe por dónde va y esa incertidumbre provoca desencanto. Como que no hay algo concreto que una principio y fin y que conduzca la trama de la historia de forma coherente. O al menos no convence mucho este estilo narrativo.

  • #4

    CECILIA (miércoles, 28 enero 2015 21:40)

    Que gusto volver a leerte Tony, ya extrañaba tus historias. Esta historia me parece interesante aunque no le encuentro todavía hacia donde va, pero de que me está gustando eso es seguro..
    un fuerte abrazo Tony, saludos.

  • #3

    Alfosno (miércoles, 28 enero 2015 04:12)

    Opino igual que Yenny. Esta historia es muy rara y ya no sé qué puede ocurrir después. Esperaré a la siguiente parte a ver si se pone más interesante.

  • #2

    Yenny (miércoles, 28 enero 2015 02:03)

    Me dio un poco de risa lo de recalcar que esta ve si la observaron bañarse. Lo que me gusta de esta historia es que no tengo idea de que puede pasar, pero está interesante aunque la siento un poco lenta (aunque creo que eso de debe a que hay que esperar una semana para leer).
    Espero que todo vaya bien Tony en el trabajo y con la familia :)

  • #1

    tonyjfc (miércoles, 28 enero 2015 00:21)

    No olvidéis comentar. Para los más impacientes, este relato no va a durar demasiado, pero no está cerca el final, todavía.