Fausta

11ª parte

 

            Los invitados que tenían copa los imitaron. Pelagius y los suyos dejaron caer al suelo el contenido de sus bebidas.

            ¿Cómo contarles que sólo morirían tres...? Y no podía saber quiénes.

            Se acercó a ellos y meneó la cabeza a los lados. No se atrevieron a preguntar.

            — Sólo dime que mi hermana no morirá —siseó Pelagius.

            — No lo sé mi señor.

            — ¿Cómo que no lo sabes gitana del diablo? —Protestó Don Alonso, fuera de sus casillas.

            — ¡Cálmate! —Instó Pelagius.

            Varios invitados les miraron alarmados especialmente el Califa que no parecía aprobar su presencia allí.

            A salvo de oídos indiscretos les habló:

            — Sólo me dio tiempo a... —le dio miedo decir la palabra envenenar—... tres copas pero estaba tan nerviosa que no sé cuáles eran, podría ser cualquiera. Tiene que ser mala suerte que tu hermana bebiera de una.

           Buf, esperemos que la justicia divina haga el resto —Pelagius suspiró.

            — Debimos planearlo mejor —bufó Don Alonso—, no me gusta la idea de que la vida de Adosinda dependa del azar.

            Se mantuvieron juntos el resto de la fiesta, las esclavas se acercaban a Fausta para que siguiera ayudando, pero no quería separarse de los suyos por miedo a que empezaran a haber muertos y luego no pudieran reagruparse de modo que se excusaba diciéndolas que su señor Don Alonso la necesitaba.

            Eleazar no se separó de ella aunque su expresión lívida patentaba el hecho de que no aprobaba su presencia allí y estaba dispuesto a defenderla a pesar de todo. El amor que sentía por ella se veía en el brillo de sus ojos y la preocupación que irradiaban.

            — Trata de no ser tan obvio —le ordenó, enojada.

            — Esto no está bien. Una boda no es un lugar adecuado, es como matar en una iglesia.

            Hablaba en voz baja para que sólo ella pudiera oírlo.

            — Es un poco tarde para esas cábalas, ¿no crees?

            Pelagius se acercó a ellos enojado.

            — Qué diantre estáis haciendo. Dejar de llamar la atención.

            — Baila conmigo, hermano —Adosinda se acercó a Pelagius sonriente y se lo llevó entre danzas.

            Fausta miró a su esposo con enojo porque parecía dispuesto a seguir protestando.

            Apenas un momento después la novia empezó a toser y salpicó sangre en el peto de su hermano. El duque la sostuvo para que no cayera al suelo.

            No pudo ni despedirse de ella, su rostro se contrajo en un rictus de dolor, como su hubiera fuego en sus entrañas y tras vomitar un nuevo torrente de sangre murió en sus brazos.

            — ¡La han envenenado! —Rugió furioso.

            Sacó una daga de su bota y se precipitó sobre el preocupado Munuza que se acercaba a ver lo ocurrido. Clavó el puñal en su vientre y se aseguró de que viera el odio que sentía por él con lágrimas en los ojos con una mezcla de resentimiento y culpabilidad.

            Se armó un caos endiablado. Los gritos de las mujeres se mezclaron con las órdenes entre los musulmanes. Armaron sus ballestas y a voz en grito ordenaban a Pelagius y los suyos que depusieran las armas. Aprovechando el gentío y que otros dos importantes visires cayeron fulminados por el veneno y su gente suplicaba ayuda, lograron llegar hasta los caballos a empujones y a golpe se daga.

            — ¡Que no escapen! —Escucharon gritar a un oficial beréber.

            Una flecha se incrustó en la espalda de Eleazar, que cayó sobre Fausta dejándola aturdida por la caída. Pelagius, Don Alonso y el resto siguieron corriendo y los perdieron de vista al ser rodeados por soldados.

            — Amor mío... —Miró a su esposo preocupada pero el chico apenas podía respirar y su mirada se apagaba por instantes—. Aguanta...

            Ignorando las órdenes de que pusiera las manos en la cabeza salió de debajo de su esposo y examinó su herida. No se atrevió a tocar el perno incrustado en su espalda. Seguramente le  atravesaba el corazón y saberlo causó un dolor similar en el suyo propio.

            — No te mueras...

            Unas manos vigorosas la cogieron por los brazos y la pusieron en pie. Hicieron lo mismo con Eleazar, que ya había cerrado los ojos y su cabeza colgaba sobre su cuello con sangre brotando de su boca.

            Fausta perdió la voz por el dolor de su alma. Un soldado tocó el cuello de su marido y negó con la cabeza.

            — Está muerto, soltarlo.

            — ¡Nooo! —Chilló con la voz quebrada.

            Se la llevaron arrastrándola y la encerraron en un oscuro calabozo.

 

 

            El tiempo allí se detuvo. Al no ver la luz del Sol no podía contar los días. Incluso la daban de comer cuando les parecía. Abrían un ventanuco bajo la puerta y dejaban un cuenco de madera lleno de una pasta marrón que apestaba a estiércol. Las primeras veces no lo tocó, era nauseabundo.

            Después fue acostumbrándose al olor y lo esperaba con impaciencia. La hacían sufrir deliberadamente pues nunca sabía cuándo pondrían el siguiente.

            El tiempo en la oscuridad era un silencio absoluto tanto para el oído como en el interior de su alma. No quería pensar, sólo recordaba que las últimas palabras que sostuvo con Eleazar eran de reproche y jamás podrían reconciliarse. La punzada de dolor de su pecho continuaba y se agravaba con cada latido de su corazón. Le costaba un esfuerzo titánico soportar una a una las bocanadas de aire que se transformaban en fuego al abrirse camino por sus entrañas.

            Aún tenía el veneno en su escote. Lo tuvo presente en todo momento y llegado el momento deseaba castigarse por lo ocurrido.

            «Esto es como matar en una iglesia, no está bien» —Seguía escuchando la voz de Eleazar, tan cristalina y clara que parecía más real que el chirrido de las ratas que la acompañaban.

 

 

 

            Perdió la noción del tiempo, pudieron pasar semanas, meses o incluso años. Cuando alguien se acordó de ella, la sacaron de la celda arrastrando los pies, la arrojaron a una pila de agua y la bañaron varias esclavas. Una de ellas quedó espantada por el brillo mortecino sin vida en el fondo de sus ojos.

            Le dieron nuevas ropas y trató de que su frasco de veneno no se moviera de su sitio. El día que considerase que ya había pagado suficiente por sus graves pecados acabaría con su propia vida, era la única idea que abrazaba.

            La llevaron ante un tribunal. Doce jueces musulmanes hablaron es su idioma indescifrable refiriéndose a ella hasta que uno de ellos le preguntó directamente:

            — Se te acusa de complot, triple asesinato e intento fallido de matar al visir Munuza. ¿Tienes algo que objetar?

            Miró al que le habló con docilidad. No abrió la boca. Que la condenasen, no le importaba. Ya nada merecía vivir.

            — Se equivoca señor —sus labios se movieron mostrando una sonrisa—. Mi intención era matar a todos los caballeros presentes.

            Fue divertido ver la mueca de horror de los jueces.

            — Queda clara la sentencia. Serás quemada hasta que tus huesos se vuelvan cenizas. Y Alá se encargará de darte un castigo eterno.

            Ella amplió su sonrisa aun más y respondió con descaro:

            — Un día Dios montará en cólera contra aquellos que dicen obrar en su nombre haciendo barbaridades —respondió con voz áspera—. Vosotros, pretenciosos siervos de Alá, seréis devorados por las llamas antes de que el año termine. No quedará resto reconocible de los cráneos ni seréis enterrados según vuestras costumbres. ¡Vagaréis por el infierno y nadie escuchará vuestros berridos!

            — ¡Hacerla callar! —Bramó un guardia.

            Un golpe seco en la sien derecha la hizo perder el sentido.

 

 

            La despertaron con un cubo de agua. Estaba atada a dos postes de madera y sobre una plataforma bajo la que había al menos una tonelada de leña empapada en brea.

            Varios verdugos encapuchados sostenían en sus manos antorchas encendidas. La observaba una multitud de espectadores con ojos sedientos de venganza. La justicia divina que ella misma exigió tantas veces parecía haber encontrado oídos en aquella turba.

            Un hombre desplegó un pergamino ante ella y se puso a leerlo en árabe, como si pudiera entenderlo. Bien pensado les importaba poco, lo leían para la plebe, por si alguno tenía intención de iniciar cualquier tipo levantamiento.

            De pronto una flecha se clavó en el cuello del portavoz de los jueces y cayó muerto como un cesto a mitad de la arenga.

            Los soldados que la rodeaban comenzaron a dar gritos en su idioma y se dispersaron por la multitud en busca del tirador.  En cuanto quedaban cinco, un grupo de unas treinta mujeres se abalanzó hacia los verdugos y los acuchillaron salvajemente. Los soldados que quedaban se abalanzaron sobre ellas pero dos flechas borraron el rostro a dos de ellos con espantosas salpicaduras de sangre y huesos, el resto no duró ni un pestañeo ante la horda femenina. Al tenerlas más cerca las reconoció, eran las seguidoras de Pelagius, que debieron tomar su ejemplo y tras su captura formaron parte activa del ejército cristiano.

            Soltaron sus ataduras mientras el grueso del regimiento árabe se reagrupaba en torno a ellas y las rodeaban a golpe de cimitarra y, aunque se defendieron como leonas, no podían frenar a los fornidos y experimentados soldados.

            Los Astures llegaron en su auxilio por detrás y en una feroz carnicería salieron victoriosos.

            Las bajas en ambos bandos fueron terribles. Cuando Fausta montó a caballo no podía apartar la mirada de sus amigas y enemigos caídos... Para salvarla a ella.

 

 

 

            La llevaron ante Pelagius en su mansión de Cangas.

            «¿Por qué me habéis salvado? » —Quería preguntar. Pero era lo más bonito que nadie había hecho nunca por ella. Sus amigos murieron para que no la quemaran viva. No podía manchar su memoria y menospreciar su gesta heroica.

            — Me siento muy honrada, señor, pero lamento con todo mi corazón la pérdida de tantas vidas. Yo no lo merezco.

            — Es un día muy triste —respondió Pelagius—. Pero ya te lo dije en su día y lo sostengo. Tú vales más que cien soldados experimentados.

            — Me sobrevaloráis.

            — Ven... Mira.

            Pelagius se acercó a la ventana y la invitó a observar  el cielo.

            — Desde que atacamos en la boda nos están diezmando. No hay tratado que valga.

            El cielo era de color gris ceniza en donde se elevaban diversas columnas en distintos rincones de las montañas del fondo.

            — Miles de soldados han entrado en lo que queda del reino, arrasan aldeas, no toman prisioneros. Se acercan a medida que incendian nuestros bosques, nuestro hogar. Te necesitamos, Fausta.

            — No soy más que una mujer. Me sobreestimáis, mi señor.

            — Sabes, en mi viaje a Jerusalén los generales tenían un pasatiempo llamado ajedrez. Era un juego de piezas con forma de unidades militares. Estaba el rey, el peón, el alfil, la torre, el caballo y la reina. Pensé traerme uno para practicar pero lo poco que aprendí lo habría olvidado ya que no tendría con quien practicar. A lo que iba, hay una pieza que no puede atacar de frente pero se desliza donde ninguna otra puede, el alfil. He visto apasionantes partidas, que duraron cerca de cuatro horas en las que un bando que sólo tenía esa pieza y tres peones hacía jaque mate a un enemigo que conservaba a todas las principales.

            — ¿Qué es "jaque mate"? —Se interesó Fausta con curiosidad.

            — Vencer a una ciudad inexpugnable como Toledo. Fausta, tú eres esa pieza, no sé cuál es tu papel en esta guerra pero te bastas para mandar al infierno a todos los invasores.

            — Lo de Toledo fue un accidente.

            — No, la fortuna sonríe a los valientes.

            Fausta asintió agradecida.

            — Cuanto esté en mi mano señor, lo haré con gusto. Le agradezco todo lo que ha hecho por mí.

 

Comentarios: 2
  • #2

    Tony (miércoles, 11 marzo 2015 07:18)

    Hay dos partes mas. No te preocupes muchas dudas quedarán resueltas en la 12.

  • #1

    Jaime (miércoles, 11 marzo 2015 04:55)

    ¿Cuántas partes más faltan? Supongo que ahora sigue la batalla de Covadonga. Por cierto, ¿qué pasó con Miser?