Fausta

10ª parte

            Sólo podían entrar por el camino a Oviedo y allí estaba el mayor grueso del ejército islámico. Construyeron toda una ciudad fronteriza ampliada por miles de tiendas de campaña. Pero si en algo eran débiles los sarracenos era en su presunción de invencibles. Pelagius necesitaba el camino libre por lo que ordenó un ataque de arqueros con flechas de fuego a buena distancia, y se alejarían con los caballos más veloces, prendiendo todas las tiendas que encontraran por el cerco del reino.

            Los sorprendidos ismaelitas tomaron las armas de inmediato y los que pudieron coger sus caballos trataron de alcanzarlos. Los demás hicieron filas improvisadas para lanzar cubos de agua a los graneros y establos que se consumían por las llamas.

            Los arqueros cruzaron la frontera regresando sobre sus pasos aprovechando que nadie esperaba su regreso por entre los campamentos dispersos, entre los que estaban afanados apagando el fuego. Ver los rostros sorprendidos de los árabes les hizo estallar en carcajadas mientras galopaban entre sus filas.

            — ¡Ese es el paraíso que os espera! ¡Fuego y destrucción! —Bramó Pelagius, guiándolos hacia la foresta.

 

            Varios soldados se quedaron a defender el paso principal por el que los carros cruzaban la ciudad fronteriza. Braulio, Tomás y Eleazar daban órdenes desde la vanguardia, retaguardia y flancos para que no se quedara nadie rezagado. Atravesaron el camino, casi desierto y los pocos soldados que salieron a su paso fueron abatidos con espadas y arcos.

            Hicieron sonar el cuerno de alarma y varios enemigos se organizaron y les atacaron con flechas. Una alcanzó a Braulio en el brazo izquierdo y lo enfureció, pero pagó con los bueyes que tiraban de los carros con tres latigazos que les dejaron marca en el lomo.

            Fueron perseguidos por un grupo de jinetes pero todos menos dos soldados de Pelagius les emboscaron entre la maleza acabando con todos ellos, desde los últimos hasta los primeros, sin que sus compañeros de armas les vieran caer sobre ellos desde atrás.

            Los Astures, apostados de vigías en las entrañas del bosque, lanzaron una lluvia de flechas que convenció al resto de árabes que no era buena idea llegar tan lejos.

 

 

            Era verano del año 719 de nuestro señor cuando Pelagius y su gente regresaban a su hogar y celebraban el feliz reencuentro con una gran fiesta de siete días.

            Fausta y Eleazar, al igual que los demás condenados, siguieron bajo las órdenes del Duque de Cantabria —conocieron su título cuando llegaron—, continuando cada uno con la labor que realizaba antes de llegar.

            Al no dormir en tiendas de viaje, tenían su propio catre en diferentes alas de la mansión de Pelagius. Ella dormía junto a las monjas y él en el cuartel de entrenamiento donde no descansaban mientras el Sol estuviera en el cielo.

            El tercer día de fiesta Fausta se acercó a Eleazar y le confesó que le echaba de menos. Él la respondió con un beso en los labios y esa noche se entregaron a la pasión. Fausta no supo cuánto le deseaba hasta que fue presa de sus brazos.

 

 

            Contrajeron nupcias en navidad del mismo año. Las cosas se habían calmado con los invasores tras un nuevo tratado con Munuza, el visir de las tierras fronterizas y un pago secreto de un cofre lleno de dinares.

 

            Un día Fausta vio bastante actividad en la casa del duque. Entraron bastantes de sus soldados y estuvieron horas reunidos en la sala de reuniones. Entre ellos estaba Eleazar.

            Aquella noche, al reunirse con él en sus aposentos, le preguntó a qué venía tanto alboroto.

            — Se calienta el ambiente —respondió misterioso.

            — ¿Nos va a atacar? —Preguntó alarmada.

            — Seguramente, si salimos vivos... Ya sabes lo temperamental que es Don Pelagius.

            — Explícate.

            — Por lo visto el señor tenía una hermana, Adosinda, que mientras estuvimos en el sur quedó al cargo de la hacienda, prometida con Don Alonso, un gran amigo de la familia.

            » A su regreso le encontró sólo aquí y estaba enfurecido contra los caldeos por una encerrona en la que obligaron a su hermana a casarse con el visir, Munuza. Capturaron a Alonso, cuando aún estaba en vigencia un tratado de paz entre ellos, y a ella la amenazaron con que si no aceptaba casarse con el visir, le matarían. Tuvo que aceptar y se la llevaron. La boda sería en primavera del año 720, el año que viene. Alonso fue liberado aunque Adosinda se quedó prisionera para ser educada en las leyes islámicas. La boda será un festejo al que acudirían personas de gran importancia como el Califa, el padre de Munuza, y hasta asistirá el arzobispo Oppas,  además acudirán todos los visires del reino y algunos de Marruecos y norte de África.

            — A lo mejor la boda arregla las cosas.

            — Sin embargo, Pelagius no fue invitado. A pesar del tratado de paz con los astures sigue siendo el hombre más buscado y temido por los sarracenos.

            — Y gracias que no le tiendan una trampa —opinó Fausta—, que si le invitan sería para apresarlo.

            — Ya.

            — ¿Y tanto movimiento por eso? Es una buena noticia, ¿no?

            — ¡No, demonios! El Duque quiere dar un golpe contra la cabeza del imperio.

            — ¿Qué? Habrá mucha seguridad allí, es un suicidio.

            — ¡Lo peor de todo es que cuenta contigo! Quiere que nos infiltremos haciéndonos parar por esclavos y que tú envenenes las bebidas. He intentado convencerles de que no es necesario que vayas pero insisten en que una mujer esclava puede colarse en la cocina...

            — ¡Acepto!

            — Ojalá pudieras no hacerlo.

            — No te opongas, le prometí que llegado el momento podía contar conmigo.

            Eleazar no replicó, circunspecto. Meneó la cabeza en disconformidad y se fue al catre murmurando:

            — Cuándo podremos vivir tranquilos y sin conflictos... Maldita guerra.

 

 

 

 

            Con ayuda de Don Alonso, que sí fue invitado a la ceremonia aun a sabiendas de que la novia había sido su prometida, Fausta, Eleazar, Pelagius disfrazado de esclavo de la familia y tres más de sus mejores soldados: Braulio, Tomás y Pinto, vistieron sus ropas baratas y desgastadas aunque se bañaron para la ocasión. Serían de los pocos cristianos que asistirían a la boda y no querían poner en mal lugar a los suyos ni llamar la atención.

            Fausta se recogió el pelo con una cinta por detrás de la cabeza, se impregnó de esencia de amapola y escondió una vasija de veneno en su escondido escote, la cantidad suficiente para matar a veinte personas.

            A diferencia del resto de invitados, les dejaron entrar en la mezquita sin presentaciones. Una vez alojados en el banco más alejado del altar vieron cómo desfilaban como en una marcha militar los distintos líderes del islam. Las mujeres iban con bonitos vestidos que sólo permitían ver sus ojos entre sedosos velos de colores vivos.

            Los hombres vestían mucho menos llamativos, con sus galas oscuras, turbantes negros y semblantes serios.

            Le llamó la atención uno de los invitados, que llevaba en su comitiva hombres y mujeres que no respetaban el pulcro atuendo pudoroso y mostraban incluso los hombros y rodillas, una de ellas vestía luciendo un amplio escote, su pelo negro y liso brillaba tanto que parecía sobrenatural y parecía disfrutar del nerviosismo que causaba a los ismaelitas. Una diadema sujetaba el cabello por detrás de las orejas y su rostro era pálido, como el resto de invitados de ese extraño séquito. Se trataba de Al—Astor, visir y embajador del norte del Sahara, por el respeto que se le tenía debía ser casi tan importante como el Califa, el cual fue el último en llegar y ocupó gran parte de la cámara con sus esposas, hijos y sirvientes.

            — Si tuviera una catapulta de doble vuelta... —Escuchó murmurar a Pelagius.

            Después llegaron los novios. Primero Munuza, con ropas modestas que quedaban especialmente fuera de lugar si las comparaba con las del Califa.

            El gran Yazid II, había entrado rodeado de una multitudinaria escolta y le presentaron en árabe con una música señorial que les puso los pelos de punta. Detrás de él entró el valí de Al—Ándalus, cuyo nombre era un galimatías indescifrable, un tipo enorme con armadura, dos cimitarras colgadas doradas colgadas a la cintura que intimidaban sin necesidad de desenvainar sus armas. Les seguían y flanqueaban una veintena de veteranos soldados de aspecto no menos temible.

            Todos los presentes se habían inclinado ante ambos como señal de sumo respeto.

            — Señor, están demasiado vigilados —fue la apreciación de Eleazar.

            — Confiemos en que tengan sed igual que el resto de humanos —respondió ella.

            Aun no sabía cómo se colaría en la cocina sin ser detectada.

            Entonces entró la novia. La hermana de Pelagius vestía unas telas blancas con velo cubriendo gran parte del rostro. Sus ojos y sus manos eran lo único que se veían de su cuerpo, en las cuales vieron extraños dibujos que salían de la palma de la mano y continuaban por las muñecas. Caminaba como una gran dama, erguida y con paso lento pero firme. En sus ojos se dibujó una expresión de tristeza al mirar a su anterior prometido, Don Alonso. Pelagius tuvo que sujetarlo porque hizo amago de querer ir hacia ella.

            — Todavía no, hermano.

            El tono conciliador del duque sirvió para hacerle entrar en razón. No habían trazado un plan claro pero hubiera sido un suicidio intervenir en ese momento. Eran apenas diez contra más de quinientos beréberes bien armados.

            Llegó al altar y la perdieron de vista. A duras penas podían escuchar los murmullos del imán que oficiaba los actos.

 

 

            Cuando las trompetas y flautas anunciaron el compromiso consumado fueron separados en  dos tiendas enormes, hombres y mujeres a cada una y Fausta se fue sola ante la preocupación de los varones que debían protegerla.

            Una mirada a los ojos sorprendidos del duque bastó para saber que nadie tenía previsto ese contratiempo.

            Estaba sola.

 

 

            Cuando cerraron la tela de la entrada, las mujeres empezaron a quitarse ropa hasta que se quedaron como Fausta y la misteriosa mujer de pelo negro, sirviente de Al—Astor. En realidad al retirar sus velos casi todas tenía el cabello oscuro.

            Fausta vio acercarse a una esclava con una bandeja de comida y se acercó a ella afable. Se sentía más cómoda hablando con personas de su nivel social que si conversaba con una adinerada esposa árabe.

            — Que buen aspecto tiene todo —dijo—. ¿Lo has preparado tú?

            La esclava sonrió avergonzada y no respondió.

            — Yo también soy como tú —le mostró la marca de la mano, idéntica a la que llevaba la sirvienta.

            — Tengo prohibido hablar con nadie.

            — No se permite hablar con el servicio —intervino una mujer de unos cincuenta años con cara de muy pocos amigos. Debía ser la jefa de la chica.

            — Estábamos diciendo que somos del mismo pueblo, ¿verdad? —Improvisó Fausta.

            — Lo que sea, date prisa en recoger, se acumula la comida en la cocina.

            —Puedo ayudaros —ofreció Fausta—. Soy esclava y me siento fuera de lugar entre las distinguidas damas. Mira.

            Le mostró la marca del condenado impresa en la mano derecha y la mujer asintió complacida y extrañada de que nadie pudiera mostrar eso con orgullo.

            —Nunca viene mal una ayuda extra.

            — Te lo agradezco mucho, no sabía dónde meterme.

            — Lo entiendo, estas señoras no saben godo y es difícil comunicarse con ellas. Pero no quiero que entretengas a mis chicas, hay que repartir las bebidas y los aperitivos de los caballeros. Recoger las bandejas sucias...

            — Estoy acostumbrada a las prisas. No se preocupe.

            — Gracias otra vez. ¡Vamos!

 

 

            Recogió las tablas de comida vacías y las reemplazó por otras llenas.

            Tras una buena cantidad de rondas, las ordenaron que fueran a ver a cocinero jefe.  preparaba multitud de copas con hidromiel. Descorchó centenares de botellas para poder servir cada una de las miles de copas que con fluidez salían de la cocina.

            Fausta palideció ante la temeridad que suponía tratar de envenenar tantas copas y sobre todo que no sabía a quién estaría matando. Además el efecto del veneno se notaría tras un buen rato después de su ingesta lo que le daba muy poco tiempo de margen.

            — Toma lleva esta bandeja a las mujeres, tú esa a la de hombres. ¡No os entretengáis!

            Se encontró con la tabla llena de copas en las manos y con la suerte de tener que llevarla a la tienda de festejos masculina. Se alejó del jefe de cocina y cuando salió aprovechó que fuera nadie la veía para acuclillarse, dejar cuidadosamente la madera en el suelo y sacar la ponzoña de su escote.

            Vertió tres gotas en una copa, en dos, en tres...

            — ¿Qué haces?

            Alguien la vio agachada desde atrás. Escondió el tarrito de ponzoña y se levantó con cuidado de no derramar el líquido de la veintena de copas que llevaba.

            —Se me estaba escurriendo, no tengo mucha práctica...

            La otra esclava se apresuró a ayudarla y se agachó frente a ella para coger la bandeja a la vez para ayudarla.

            — Cógela con las dos manos y mira a las copas, así no se derramaran.

            — Gracias.

            — Date prisa, los hombres acaban de levantarse de su reunión.

            — Voy.

            Fausta temblaba porque no la descubrió por muy poco. Caminó deprisa haciendo caso del consejo y se sintió orgullosa de que no se vertiera ni una gota fuera de las copas. Cuando se adentró en la tienda masculina casi chocó con el novio, que salía entre risas y no la vio.

            — ¡Más copas!

            Cogió una del borde y salió de la tienda mientras los demás caballeros le vitoreaban. Fausta se dio cuenta de que no sabía si la que se llevó era una de las envenenadas. Detrás vinieron más que vaciaron la bandeja en apenas un abrir y cerrar de ojos. Pelagius y los suyos se mantenían al margen con una jovial sonrisa en la cara. Quizás pensaba que todo iba según el plan y que todos los que cogieron bebida morirían envenenados.

            — Sólo tres —dijo sin emitir sonido, esperando ser entendida al leerle los labios.

            — ¡Quiero brindar con la novia! —Escuchó tras ella.

            — No puede entrar señor, hay que avisar para que se cubran las mujeres.

            — Que salga y que todos vean la belleza de mi esposa.

            El Califa no pareció conforme a juzgar por su cara larga pero no hizo ninguna objeción.

            Adosinda salió sin el velo que cubría su rostro aunque consiguió colocarse a tiempo el del cabello.

            Formaron un círculo entorno a la pareja nupcial y Munuza le robó la copa a uno de los invitados.

            — Quiero que mi esposa beba conmigo.

            Se la ofreció a la bella hermana de Pelagius y elevó su copa para brindar. Ella, mucho menos feliz que él aunque sin borrar la sonrisa diplomática, aceptó el brindis y chocaron los cristales en alto.

            — ¡Salud! —Exclamó Munuza.

            La novia se llevó la copa a los labios y vació el contenido ante la mirada desesperada de Pelagius y los suyos. El novio también escanció el líquido parduzco en su boca y después de saborearlo engulló de un trago.

 

Comentarios: 4
  • #4

    Tony (viernes, 06 marzo 2015 19:29)

    Uno de los dos acierta.

  • #3

    Ariel (viernes, 06 marzo 2015 19:27)

    Yo creo que va a morir solo la novia

  • #2

    Jaime (jueves, 05 marzo 2015 00:55)

    Buena historia. No me esperaba que apareciese Alastor (Al-Astor) como visir del Sahara. Seguramente su bella acompañante es su hija Neftis. Aunque con el poder que tiene bien podría ser califa o comandante supremo del imperio islámico.
    Lo más probable es que mueran ambos novios envenenados por Fausta.

  • #1

    tonyjfc (martes, 03 marzo 2015 23:33)

    Ya puedes comentar o criticar esta parte. Como adelanto diré que lo más probable es que este relato dure doce partes. A lo sumo trece...