Nueve de corazones

14ª parte

 

            Antonio estrechó su mano, alegrándose de corazón por contar con ella y que no hubiera tenido que mentirla. Probablemente si hubiera decidido invocarla con engaños, ella nunca habría aparecido. No porque no quisiera ayudar, sino porque podía saber sus segundas intenciones y no se aliaría con él si fuera mezquino y pretendiera traicionarla. De alguna manera, la chica tenía razón, todo parecía orquestado por potencias superiores y ellos y sus decisiones formaban parte de algo que ambos eran incapaces de evitar.

            Al notar sus dedos tocándose, fue como un calambre de electricidad. No había sido cálido y tierno como estrechar la mano de Brigitte, fue como si sus mentes se hubieran fundido y otra vez pudiera ver y sentir lo mismo que Verónica.

            El universo estaba llegando a un punto álgido. Dios había llegado a un estado de alerta tan elevado que por primera vez, desde que se hartó del vacío infinito y la soledad eternas, había aceptado tener un encuentro con su reflejo. No era un simple encuentro para decidir quién se llevaba a unas almas u otras. Se trataba de buscar el equilibrio. Las excepciones de las leyes, en el mundo físico solo eran posibles cuando eran leyes humanas. Pero las leyes físicas son indestructibles. La fuerza de la gravedad no hace excepciones, la inercia tampoco. Todas las leyes naturales eran inquebrantables, como lo era la del reflejo. Nadie, salvo los espíritus de los vivos, podía atravesar el espejo. Sin embargo, Verónica y Antonio eran los únicos que lo habían hecho en ambas direcciones. Ambos, por el mismo poder del maligno. Había una deuda en el equilibrio universal que Dios parecía dispuesto a cobrar.

            Pero no podían subestimar al Gemelo, no en vano, era el reflejo de Dios. Si tenía en su poder al espíritu de Brigitte y de Pedro, podía reclamar y conseguir el de Verónica y Antonio. Que Dios se ofreciera a acudir al encuentro no significaba que fuera a ganar, sino que ya llevaba dos fichas perdidas y en el ajedrez no gana el que tiene menos piezas.

            Aquellos pensamientos se cortaron de raíz cuando aparecieron frente al espejo de su hotel. Junto a él estaban Verónica y un hombre de barba negra de aspecto más joven que el suyo, y le resultó familiar.

            - Dios mío - se maravilló Antonio, al reconocerle. No lo había visto nunca, o al menos no lo recordaba, pero en cuanto lo vio supo quién era. El hijo del hombre, el hijo de Dios.

            Se arrodilló y se disculpó sin decir una sola palabra, sin atreverse a levantarse y mirarle a los ojos.

            - Estoy aquí parar ayudarte - le dijo, con voz amable -. Sé que tu corazón ansía ayudar a los demás, que siempre has estado conmigo a pesar de tus defectos. Yo encaminé tu vida a lo que es ahora, te di todo ese dinero, te hice detective de lo sobrenatural para que un día pudieras estar aquí, conmigo, en este día crucial para todos.

            - ¿Crucial por qué? - preguntó, asustado -. Solo quiero traer de vuelta a Brigitte aunque no para quedarme con ella. Vine para ofrecerme a cambio de su alma, no soy su marido... hemos pecado, señor.

            - ¿Crees que no lo sé? - dijo Jesús, sonriente -. Debes hacer lo que dijiste. Verónica y yo no te abandonaremos. Te deseo suerte, pero sé que la vas a tener.

            - ¿Qué quieres decir?  - Antonio no comprendía.

            - Solo tú puedes cruzar el espejo - explicó Verónica.

            - ¿Tú también me dejas? - preguntó él, aterrado.

            - No te abandonaremos - aleccionó ella, señalando a su corazón.

            - El pescador utiliza una caña de pescar para sujetar al cebo - explicó Jesús -, y únicamente el anzuelo puede atravesar la superficie del agua si quiere que los peces piquen. Tú eres el cebo, y lamento que así sea, pero ante mi presencia, todos los peces huirían.

            - ¿Entonces tú eres la caña y el sedal? - preguntó a Verónica.

            - Algo así - respondió ella.

            - Espero que el pez gordo no quiera masticarme - bromeó -. ¿Cómo entro?

            - Solo tienes que caminar y atravesarlo - explicó Jesús, señalando el espejo del baño en el que, curiosamente, no se veía ninguno de los tres reflejado.

            Antonio dio un paso al frente pero algo le detuvo. Era una fuerza inexplicable que le paralizó todos los miembros. Había un ruido fuerte, algo que le molestaba y no sabía de dónde venía. Poco a poco fue haciéndose más y más claro hasta que pudo entenderlo.

            - ... Sabemos que se esconde ahí - gritaba un hombre, en inglés -. Abra la puerta o la echaremos abajo.

            Miró a Verónica y a Jesús y éstos habían desaparecido.

            - No, no, volver.

            El sonido venía de la puerta de su habitación. La puerta se abrió de golpe y entraron hombres uniformados de negro, con chalecos antibalas, cascos y escudos altos, armados hasta los dientes.

            - ¡Está en la cama!

            Le ignoraron, se fueron directos al dormitorio y Antonio recordó que no podían verle porque estaba soñando. Les siguió para ver qué pasaba y vio que uno de ellos llamaba a una ambulancia. Uno todavía tenía el arma en la mano pero el resto se había apartado para que el que parecía su jefe se acercara a examinarle.

            - ¿Qué ha pasado? - preguntó a uno de los policías.

            No le respondió, ni siquiera podía verlo.

            Al dispersarse los hombres entró un detective trajeado. En ese momento pudo ver que en la cama estaba él, con la boca llena de espuma blanca y los ojos abiertos.  Fue una impresión tan fuerte que no pudo apartar la mirada de su propio cuerpo. Parecía muerto.

            - Ha tomado muchos somníferos, parece que se ha suicidado - dijo uno de los policías.

            - ¿Está muerto? - preguntó el hombre trajeado.

            - Eso parece - explicó -. He llamado a una ambulancia, ellos podrán tocarlo y verificarlo.

            - Un chiflado menos en el mundo - comentó otro de los agentes -. Ha debido cansarse de matar a inocentes.

            - ¿Cansado de matar inocentes? - repitió Antonio, estupefacto.

            Un hombre más entró por la puerta de su habitación y venía con prisa, despidiéndose de alguien por el móvil. Cuando colgó habló con el que parecía responsable de la operación.

            - Señor, acaban de llamar de la comisaría. Al parecer las huellas que enviamos a las embajadas no han sido una pérdida de tiempo. Ha llamado la española y confirma que se trata de Avelino Policarpo, un asesino en serie que lleva años considerado muerto. Al parecer falsificó su propia muerte para poder escapar.

            - Me han pillado - dijo Antonio, desesperado -. Bueno, estoy muerto... qué puedo perder.

            Quiso ir al baño pero no fue capaz de acercarse. Aún deseaba saber por qué la policía de Nueva York le buscaba como un criminal.

            - Parece que se ha resuelto el caso - dijo el que había entrado con el teléfono -. Enhorabuena, John.

            - No sé, ha sido demasiado fácil - replicó el hombre trajeado.

            - Y no solo este caso, sino que ha detenido a un asesino internacional - siguió el otro.

            - Todavía no hemos demostrado que fuera él quien mató al niño. Solo tenemos el testimonio de unos gamberros y su hermano, pero algo no encaja... Ese niño no decía la verdad, estoy seguro. No sabía interpretar, no lloraba de verdad.

            - El único que pudo matar a su hermano, a parte de este asesino en serie - recalcó su ayudante -. Fue él mismo. ¿En serio cree que un niño de trece pudo matar a su hermano?

            Antonio no necesitó escuchar nada más. Se alejó y volvió al cuarto de baño. Caminó lentamente por la alfombra y unos enfermeros entraron corriendo, pasando a través de su pecho. Estaba muerto, no había duda, y ya no podía hacer nada por ese niño, su último cliente, que al parecer tenía razón. Le mintió porque quería demasiado a su hermano, no quería que le abrieran la cabeza y prefirió que sobreviviera, aunque fuera un abducido. Sin embargo Timy..., Terence tenía razón, quería matarle y en cuanto tuvo un sospechoso claro, aprovechó la oportunidad.  ¿Qué mejor momento para matar a su hermano que justo después de haber sido secuestrados?

            - Ya solo importa una cosa - se dijo, abrumado por los acontecimientos.

            Se colocó frente al espejo y caminó hacia él. Puso sus manos por delante y esperó resistencia, aunque sabía que no la tendría. Sus dedos lo atravesaron como si no hubiera nada que se lo impidiera. Su mano se veía exactamente igual, con el brazo dentro del espejo. Siguió avanzando y salió a su mismo cuarto de baño, pero con todas las cosas al revés.

            - ¿Y ahora qué? - se preguntó, sintiéndose totalmente solo.

            No se sentía diferente. Su mano derecha seguía siendo la misma, al entrar al espejo no había cambiado la colocación de sus miembros.

            Suspiró y pensó en salir del baño, a ver si podía ver lo que estaba pasando al otro lado con su cuerpo físico. Al salir de allí descubrió que ya no estaba en su habitación.

            - De modo que solo es igual aquello que se refleja - dedujo -. El resto... sabe Dios.

            Allí fuera había un pasadizo lleno de telarañas, como un castillo antiguo. La oscuridad imperaba y solo podía ver pequeños tramos gracias a unas antorchas. Al menos no tenía dónde perderse, solo había un camino. Tuvo que esquivar mesas podridas, vio correr por el suelo ratas casi tan grandes como gatos. Las paredes del pasillo tenían cuadros carcomidos por el tiempo con dibujos irreconocibles.

            Olía a orín y muerte. Pensó que cada paso que estaba dando no tenía vuelta atrás y la convicción de que había podido morir le quitaba fuerzas. No pretendía suicidarse, solo dormir más tiempo y más profundamente. Sus piernas conseguían fuerzas del propósito firme de sacar del infierno a Brigitte.

            «Nunca estarás solo» - recordó que le había dicho Verónica-. «Todo cuanto te dije era para preparar este momento

            De nada servía recordar lo que dijo. Ahora él estaba muerto y no tenía ayuda ni esperanza. Aún en el caso de que sobreviviera, se pasaría la vida en la cárcel si es que no le condenaban por el asesinato de ese niño. Ni siquiera quería vivir, estaba cansado de esconderse por cosas que nunca hizo. Pensó en la hipocresía humana, en lo fácil que es echar la culpa a alguien con tal de no admitir que existen cosas mitológicas que son reales. Pensó en lo que diría a la policía si despertaba y sonrió al darse cuenta de lo mal que sonaba. “El niño de trece fue abducido por los extraterrestres, ha sido él”. Estaba bien jodido…

            El pasillo terminó abriéndose a una gran sala que, antaño, parecía una cocina con fogones oxidados y muebles en las paredes repletos de platos de madera y utensilios que debían ser de una época remota, quizás del año mil quinientos o quizás más antiguas.

            Cómo le gustaba al Demonio hacer tanto teatro. ¿Por qué no aparecía sin más?

            - ¿Dónde estás? - preguntó, enojado -. ¿Vas a huir de mí para siempre, cobarde?

            Su voz recorrió la espaciosa cocina y volvió como si una montaña lejana la devolviera. Uno de los pasillos tenía eco y esa debía ser la forma que tenía ese miserable en hacerle saber por dónde debía ir.

            Era otro pasillo, más oscuro si cabe que el anterior. Cogió una de las antorchas de la cocina y se adentró en el hueco oscuro.

            Ese pasillo olía a muerte. Con la antorcha pudo ver los cuerpos putrefactos de varias personas, atravesados con flechas o con miembros seccionados, el pecho abierto por alguna espada... Se tapó la nariz porque no quería que ese hedor se quedara impregnado en sus fosas nasales para siempre. Los primeros cuerpos los examinó bien, pero luego no quiso hacerlo. Le daban nauseas. Había visto películas con atrezos realmente logrados, pero ahora sabía que lo que estaba viendo eran personas. Unos pobres diablos que debieron ser masacrados en alguna época remota y al parecer al Demonio le gustaba recordarlos y mantenerlos eternamente en su reino de oscuridad, al igual que Dios debió elegir rosales con espectaculares flores.

            De una forma o de otra, aquel pasadizo estaba comenzando a desesperarle. Caminó más deprisa para salir de allí cuanto antes. Había una puerta al final y ésta parecía medio quemada. La empujó y vio que ahí afuera había una esplanada en la plaza del castillo. Los torreones se elevaban magestuosos y terribles pues el fuego les estaba consumiendo. En el centro de la plaza había una pira funeraria. Cientos de cuerpos hediondos se habían apilado unos sobre otros. Buscó por si había alguien vivo por allí pero sólo vio muerte y corrupción de cuerpos allá donde mirase.

            - ¡No te escondas de mí! - gritó, enojado.          

            - ¿Por qué me tendría que esconder de ti? - preguntó alguien con la voz de Pedro, a su espalda.

            Antonio se dio la vuelta y alumbró con la antorcha. Allí solo había cadáveres.

            - ¿Dónde estás?

            - Estoy aquí - escuchó un murmullo generalizado. No pudo adivinar de dónde venía porque venía de todas partes.

            - No te veo - protestó.

            - Estoy ante tus ojos - respondió uno de los cadáveres, a los que pudo ver mover la boca.

            Al darse cuenta de que eran los muertos los que hablaban, se alejó de la pira funeraria. No solo hablaban, también habían comenzado a moverse y, con dificultades, algunos habían conseguido ponerse en pie y se acercaban a él con las cuencas oculares negras y con los brazos levantados hacia él.

            Aquel espectáculo le hizo alejarse corriendo. Huyó hacia fuera de las puertas de aquel castillo tenebroso y se encontró que más allá de la puerta había un monumental precipicio que terminaba en un océano de fuego en lo más profundo. Se dio la vuelta y su camino de regreso había sido cerrado por centenares de zombis que caminaban hacia él, lentamente pero tan pegados unos a otros que no tenía modo de escapar entre ellos.

            - ¿Quienes sois? - preguntó -. ¿Qué queréis de mí?

            - Tu almaaaa - dijeron todos, al unísono.

            - He venido a negociar con vuestro señor, no voy a entregaros mi alma.

            De nada sirvió explicar aquello. No estaba seguro si podía negociar o no con el Demonio, si había muerto, no tenía más que someterse al juicio y esperar su castigo o salvación.

            Y esos muertos estaban a punto de devorarlo y acabar con sus espectativas.

            - Alejáos de mi - ordenó, blandiendo la antorcha, viendo que le estaban arrinconando y que cada vez estaban más cerca. Si le cogían, no sabía lo que le harían, y si se tiraba, moriría.

            «Eres el anzuelo» - recordó que había dicho Jesús -.«Si fuera contigo, los peces huirían de mí.»

            Aquello logró serenar sus nervios y pudo mantenerse firme, no dejándose dominar por el pánico. ¿Eso era parte del plan? Esos zombis estaban ya a dos pasos y tenía que decidir el modo en que quería acabar, devorado por ellos o destrozado por el fuego infernal.

            - Confío en ti, Señor - dijo, cerrando los ojos y poniendo los brazos en cruz.