Los vampiros no existen

2ª Parte

            Cuando despertó estaba encadenado a una estufa antigua de hierro. Tenía las manos sujetas por unas esposas y éstas estaban amarradas con una gruesa cadena alrededor de la estufa y vio que donde él estaba amarrado había señales de que alguien más había tratado de liberarse. La pintura de la estufa ya casi ni se veía. Hizo un intento por romper la cadena, o el hierro donde se enroscaba, pero éste ni siquiera tembló.

            Al hacer ruido escuchó los taconazos de alguien y vio que ella entró en la habitación mirándole como quien mira a un trozo de comida y no tiene apetito. Se dio cuenta de que sin su sonrisa y su baile, tenía cara de desequilibrada y daba miedo. No le resultó atractiva en absoluto y se preguntó cuántas copas debió tomar aquella noche para verla tan irresistible.

            - ¿Por qué me tienes aquí? - inquirió.

            - He tenido que amarrarte para que no te vayas.

            - ¿Por qué demonios me has mordido antes? ¿Es que te crees una especie de vampiresa o algo así?

            Ella sonrió y negó con la cabeza.

            - Me llamo Samantha, nací en un pueblo llamado Inuri, Rumania - sonrió, mostrando su perfecta dentadura blanca, sin colmillos -. Y nací en mil setecientos sesenta y nueve.

            - No digas estupideces, los vampiros no existen.

            - Eso es lo que me gusta de esta generación de jóvenes - susurró ella -. No sois capaces de creer ni en lo que ven vuestros ojos.

            - Más vale que me sueltes, la broma ya ha sido bastante pesada. Si me dejas marchar ahora no te denunciaré, aunque no esperes que te vuelva a llamar...

            - El último que estuvo ahí amarrado se puso a gritar - indicó ella -. ¿Y sabes qué le pasó?

            - No, pero estoy seguro de que me lo vas a contar - Miguel empezaba a cansarse de tanta broma.

            - Tuve que matarlo - dijo ella, sonriendo con tristeza.

            - ¿Estás loca? - replicó, incrédulo -. Suéltame, anda, que ya me he cansado de la bromita.

            - No me gusta contar lo que hago con los otros, te lo digo por tu bien.

            - ¿Por mi bien?, Suéltame entonces.

            - Si gritas, intentas escapar, contactar con alguien... lo que sea... Morirás antes de que te cuente por qué. Está a punto de amanecer y necesitaré descansar. Tú y yo vamos a llevarnos bien y no te mataré, ¿lo entiendes?

            La chica pelirroja se agachó a su lado. Sus piernas eran pálidas pero tenían una suavidad y tersura envidiables. Sin embargo, en la cercanía, su olor era desagradable, como de animal muerto.

            - Si haces cualquier cosa que me disguste, no llegarás a ver la nueva noche.

            Dicho eso agarró la cadena y la apretó con su mano derecha. Cuando la soltó, la cadena se había convertido en una barra con la forma de sus dedos y había incrustado unos eslabones con otros.

            Miguel tocó ese fragmento, pensando que sería algún truco pero ese hierro era tan duro como el radiador.

            - Quiero irme a casa - protestó él, asustado, aún preguntándose cómo había hecho eso.

            - ¿Por qué no sois tan simpáticos cuando sabéis la verdad? ¿Ya no te gusto? A mí me sigues pareciendo apetitoso.

            - Por favor, suéltame, te juro que me he cagado en los pantalones, si lo que querías era asustarme... si eres amiga de mi exnovia... Dile que ya está, que estoy acojonado, no necesitas llegar más lejos.

            Samantha sonrió y negó con la cabeza.

            - En serio, adoro a los imbéciles como tú - le guiñó el ojo.

            Dicho eso se fue de la habitación y caminó por el pasillo hasta que se escuchó cómo se cerraba una puerta.

            Cuando Miguel se dio cuenta de que estaba solo pensó por primera vez que estaba en un grave apuro. Lo que acababa de escuchar no tenía sentido, él no creía en nada sobrenatural, ni en fantasmas ni en vampiros, ni en nada en absoluto. Sonrío incrédulo, negando con la cabeza e imaginando la cara de sus colegas cuando les contara lo que le había pasado. Buscó alguna cámara oculta escondida por su habitación, estaba seguro de que todo eso era un montaje.

            - Una vampiresa - dijo -. Sí claro, y luego vienen el hombre lobo, y los siete enanitos.

            Había visto películas de vampiros, hasta había leído el libro de Drácula, de Bram Stoker y le encantó. Nada que ver con la película de Francis Ford Coppola, aunque más cercana al libro que las antiguas. Era extraño, no recordaba haber visto ni oído ninguna leyenda sobre vampiresas. Quizás por eso le costaba tanto creer que Samantha lo fuera. Si era una loca por los aquelarres, si estaba tan chiflada como para ponerse colmillos postizos para hacerle creer que era una vampiresa o realmente le encantaba la sangre caliente recién salida de un cuello humano... Fuera como fuera, estaba chiflada, tenía una fuerza colosal y podía matarlo. Daba igual si era o no era vampiresa.

            Estaba en problemas.  Si había matado a más gente, esa mujer no dejaba testigos y si él ponía en riesgo su vida en esa casa, no dudaría en matarle.

            - Si es una vampiresa, estoy muerto - dijo él, comenzando a entender su situación real.

            El sol comenzó a entrar por las rendijas de la persiana. El hecho de que ella no saliera le hizo estar cada vez más seguro de que realmente era lo que decía. Pasaron las horas, le dolía el trasero y la espalda por estar en el suelo y apoyado contra ese cálido hierro. Pensó en gritar, no podría hacerle nada ya que entraba el sol en su estancia y no podría llegar hasta él. Pero recordó lo que le había dicho. Si gritaba o intentaba hacerse notar, le mataría sin explicaciones.

            El miedo hizo que no se atreviera a tentar a la suerte. No sabía si el Sol la mataba o simplemente la molestaba, las historias de vampiros no se ponían de acuerdo en eso. Lo cierto era que no estaba dispuesto a averiguarlo. Tenía sueño, tenía mucha hambre y cada hora que pasaba, estaba más asustado. Apoyó la cabeza contra el radiador y se quemó la frente por su alta temperatura. Trató de apartarse hacia el otro lado y se apoyó contra la pared. Ahí sí pudo descansar un poco hasta que se quedó dormido.