Los vampiros no existen

1ª Parte

 

            Tenía una forma de moverse tan sensual que era difícil no mirarla. Su cabello era rojizo y tenía unos ojos increíbles. Además tenía un cuerpo hecho para el pecado y por cada movimiento sinuoso de cadera le invitaba a acercarse para acompañarla en ese baile.

            La discoteca estaba abarrotada pero esa chica parecía estar sola con él pues no dejó de mirarlo mientras bailaba. Miguel la miraba hipnotizado y no tardó en alejarse de sus amigos para ir a reclamar su espacio entre las sensuales formas de aquella desconocida. Ni siquiera escuchó preguntar a sus amigos a dónde iba, ni el grito de júbilo que soltaron al verle bailar tan cerca de tan precioso trofeo nocturno.

            Bailaron durante varias canciones, la gente se apartaba de ellos porque eran demasiado efusivos y cada vez más, y más personas preferían recrearse mirándoles bailar, pensando que eran una especie de pareja de baile profesional.

            Cuando dejaron de bailar, los aplausos hicieron temblar la sala y tanto ella como él asintieron con la cabeza, un tanto avergonzados.

            - Bailas como los ángeles - le dijo él, cuando salieron a tomar el aire.

            - Me fascinas - reconoció ella -. Nunca vi a un chico seguirme el ritmo.

            - Tenía una gran compañera a la que seguir, estoy agotado. Si no llegas a parar en esa canción me habría tenido que retirar.

            - ¿Dónde vives? - preguntó ella, sonriente.

            - Un poco lejos, pero si quieres venir a mi casa, podemos ir en taxi y luego te llevo. Tengo coche.

            - No - dijo ella, fastidiada.

            Él se rascó la cabeza, nervioso, esperando que ella dijera algo.

            - En ese caso... - añadió él.

            - Vamos a mi casa, no está lejos, podemos dar un paseo - ofreció ella, con una mueca de placer erótico dibujada en sus labios.

            - Genial, demos un paseo - aceptó él, ansioso.

            Caminaron por calles muy transitadas de gente durante un cuarto de hora y luego llegaron a la calle Velazquez, donde apenas había paseantes a esas horas de la noche y apenas pasaban coches. En todo ese trayecto ninguno dijo gran cosa. Que hacía frío, que si solían salir por esa zona, ella reconoció que llevaba mucho tiempo sin salir, él que acababa de terminar con una chica,...

            - ¿Por qué la dejaste? - preguntó ella.

            - Era demasiado celosa - replicó él.

            - Ya veo, no quieres nada serio. Eres de esos que quiere vivir a tope.

            - Por supuesto, soy demasiado joven para encadenarme.

            - ¿Si yo te dijera que después de hoy no vas a volver a desear a otra?, ¿que no vas a poder liberarte de mis cadenas?... ¿Me acompañarías igual?

            - Bueno, eso tendrás que demostrarlo - dijo él, susurrando y rozándole los dedos.

            - Creo que vamos a pasarlo bien esta noche - añadió ella, sonriendo con picardía.

            - Yo también lo creo.

            Ella le agarró la mano con fuerza. Entrelazó los dedos con los de Miguel y le clavó las uñas hasta arañarle. El dolor hizo que Miguel se excitara.

            - Tienes las manos heladas - dijo él.

            - Es que hace mucho frío - reconoció ella, tiritando.

            Como gesto caballeroso, él la soltó para poder dejarle su chaqueta de cuero. Tardó un par de segundos en hacerlo porque dudaba si podía confiar en ella o no ya que en su bolsillo interior tenía la cartera con toda su documentación y el dinero.  No tenía mucho, pero era su forma de volver a casa.

            Ella la aceptó con gusto y se arrebujó dentro, congratulándose del calor residente de su chaqueta. A Miguel le encantó verla con una prenda suya. Si alguna vez tuvo ganas de tener una novia formal, desde luego ella era la mujer perfecta para el puesto. Deseó conocerla un poco más y que ella no fanfarroneara cuando dijo que no desearía a otra después de esa noche.

            Se metieron por un callejón oscuro donde no había nadie y ella abrió la puerta de un portal antiguo. Miguel estaba impaciente por llegar a la cama.

            Subieron por unas escaleras de mármol tan desgastadas que parecía que se podían resbalar. Los pisos debían ser muy viejos, pero solo había dos por planta, de modo que debían ser muy grandes.

            Ella se detuvo en el cuarto piso y ni siquiera estaba agotada por la subida. Él tenía que disimular su cansancio haciendo que suspiraba, porque en su casa había ascensor y no estaba acostumbrado a las escaleras.

            Cuando entraron, ella se quitó la chaqueta y la dejó caer en el suelo. La casa era llamativa, tenía un sillón de tres plazas de cuero de color rojo. Cortinas rojas, y una alfombra roja como la misma sangre. El suelo era de parquet y las paredes estaban pintadas de blanco, dando un contraste fuerte pero tremendamente llamativo y bonito.

            - Me gusta tu casa - reconoció.

            - Gracias, yo elegí la decoración.

            - Una casa así debe costar mucho dinero - replicó él.

            - Bueno, un amigo me la prestó - explicó ella.

            - En tal caso, debe ser un tío con pasta.

            - No lo sé, murió.

            - Oh, vaya, lo siento mucho. No pensé que... Un momento, ¿No sabes si tenía pasta?

            - Bueno, no llegué a hablar tanto con él.

            - ¿Cómo es que te dejó el piso?

            - Verás,...

            Ella parecía avergonzada y Miguel se sintió estúpido por cuestionarla.

            - Olvídalo, no me importa tu amigo. ¿Vamos al dormitorio?

            - ¿Quieres que hagamos el amor? - preguntó ella, con media sonrisa.

            - Esa es la idea - aceptó él, con cara de pervertido cómico.

            - ¿Cómo te llamas? - preguntó.

            - Miguel, ¿Y tú?

            - Samantha.

            - Bonito nombre, cuando era niño tenía fantasías con Samantha Fox.

            - ¿En serio? - protestó ella -. No me parezco en nada.

            - Era un comentario sin más, tú eres infinitamente más sensual, por supuesto.

            - Es una pena, ¿verdad? - dijo ella, triste.

            Miguel no entendió su cambio de actitud.

            - Qué... ¿Qué es una pena?

            - Que no te haya traído para hacer el amor - su mirada cambió y Samantha se abalanzó sobre él como un depredador.

            Le cogió de las muñecas y lo sujetó contra la pared mientras le besuqueaba y lamía el cuello. Miguel trató de soltarse pero esa chica tenía una fuerza colosal. Entonces los sintió... Dos afilados colmillos se clavaron en su cuello, justo en la arteria carótida y ella succionó con fuerza, con pasión, con placer erótico. Miguel estaba aterrado y consternado porque sabía que estaba a punto de morir.

            No tuvo tiempo de pensar nada más porque perdió el sentido.