Santa Compaña

2ª Parte

            Llamó a la puerta y no tardaron ni diez segundos en abrirla. Ante su sorpresa quien apareció era una chica joven de pelo castaño y cara redonda. Debía tener treinta años, como mucho.

            - Hola - dijo, algo intimidado. Tenía problemas para hablar con chicas guapas y jóvenes, se ponía muy nervioso.

            - ¿Qué quiere? - preguntó ella, con voz triste.

            - Me han dicho que su... ¿padre? no volvió ayer por la noche.

            - Oh, sí. ¿Es policía?

            - Inspector Antonio Jurado, a su servicio - extendió su mano derecha mientras mostraba la placa falsa con la izquierda.

            Ella se la estrechó amablemente y claramente contenta de que alguien se ofreciera a ayudarla.

            - Sí, es mi padre. Trabaja en el campo todos los días y vuelve siempre muy tarde. Pero ayer no volvió, fuimos a buscarle a los huertos y no estaba. Estamos muy preocupados, si está tirado por ahí hace mucho frío por las noches, estará ya deshidratado.

            - ¿Lo han buscado por todos los alrededores?

            - La zona no es fácil de explorar, los huertos están un poco alejados del pueblo y para llegar a ellos hay que pasar por el bosque. Si alguien le ha hecho algo pueden haber escondido su cuerpo en cualquiera de las cuevas que hay por ahí, y son muchas. Algunas ni siquiera sabemos dónde acaban.

            - Hay una vecina que afirma haber visto a dos monjes con túnicas negras arrastrando por un camino a su padre, hacia el bosque.

            - Sí, es lo único que sabemos de él - respondió ella.

            - Disculpe - preguntó él -. ¿Cuál es su nombre?

            - Normalmente me llaman Isa, de Isabel.

            - Oh, Isa, está bien. Voy a comprobar ese camino a ver si veo pistas por el suelo o algo que nos ayude a...

            - Voy con usted - le cortó ella, voluntariosa.

            Antonio no estaba acostumbrado a que la gente quisiera acompañarle y aquella chica le distraería.

            - No, no, quédese. Podría estropear pruebas.

            - No pienso quedarme de brazos cruzados así que voy con usted. Si quiere me mantengo a distancia, cumplo sus órdenes... pero tengo que ir.

            - De acuerdo - aceptó de mala gana.

 

           

            El camino estaba embarrado y tenía dos surcos por los que debían pasar los carros de las cosechas tirados por las vacas. Era imposible caminar por ahí sin llenarse los zapatos de barro o excrementos vacunos. Ella iba preparada, vestía un sucio pantalón del chándal y unas zapatillas viejas que ya estaban bastante manchadas.

            - Ha venido muy rápido - dijo ella -. ¿Quién le ha llamado?

            - La mujer que vio desaparecer a su padre.

            - Ah, pues que suerte, yo estoy harta de llamar a la policía o a los periódicos y todos me dicen que es muy pronto para denunciar.

            - Bueno, soy inspector privado - alegó él -. Mi trabajo consiste en aceptar casos que la policía no acepta.

            - Oh, en ese caso ya lo entiendo - dijo ella, sonriendo, nerviosa.

            - ¿Está casada? - preguntó él, tratando de parecer profesional.

            - No, no, estuve viviendo en Madrid una temporada pero mi madre se puso enferma y tuve que venir a cuidarla. Podía haber contratado a una enfermera pero me costaba mucho más que lo que yo ganaba así que... me vine para acá.

            - Oh, ¿qué le pasa a su madre?

            - Tiene Alzheimer, no puede hacer nada por sí sola y mi padre no estaba para cuidarla. Cuando él la baña, o la da de comer, lo hacía, pero...

            - No tiene por qué contármelo - trató de detenerla Antonio. Parecía muy dolida al recordar a su padre.

            - No importa, es que él lo hacía pero se deprimía mucho al verla así. Ella no recuerda nada de lo que pasa de un día para otro, cree que tiene quince años y cuando él la desnudaba le gritaba y le decía que era un violador. La mayoría de las veces no le reconoce y se resiste. En cambio a mí me deja cuidarla porque soy chica, ni siquiera sabe que soy su hija.

            - Eso debe ser muy duro - dijo Antonio, suspirando.

            - No puede imaginarse cuánto.

            - Por favor, puedes tutearme - intentó ser afable Antonio.  

            - Como quieras - aceptó ella -. Eres la primera persona joven que veo desde hace... meses. Es agradable tener a alguien con quién hablar.

            - Lamento mucho tu suerte, al tener que vivir aquí con tu madre - dijo él.

            - Es duro, pero necesario.

            - Has tenido que renunciar a tu vida.

            - ¿Qué vida? - preguntó ella -. En Madrid era enfermera y mis horarios me impedían tener vida social. Guardias, fines de semana truncados... Encima no conocí a ningún chico que me convenciera así que me vine para acá. Si he de encontrar a alguien, lo haré. Boda y mortaja del cielo baja, ¿no conocías el dicho?

            - Sí, alguna vez lo he escuchado - asintió él, nervioso.

            - Aquí es - dijo ella, señalando el lugar-. ¿Y tú? ¿Estás casado?

            Antonio sonrió y se rascó la barbilla, sonriente.

            - No, ni tengo novia.

            Iba a sincerarse con ella, contarle que no era un inspector auténtico y que se dedicaba a investigar casos paranormales. Pero Isabel le gustaba mucho y temía que al hacerlo perderían ese «feeling» que habían adquirido en aquella conversación.

            - En tu profesión debe ser fácil conocer chicas interesantes. Además ayudas a la gente y eres detective. A muchas chicas les gusta eso.

            - No, al contrario. Mi profesión es una traba continua.

            - No puedo creerlo, un chico guapo y joven como tú debe tener admiradoras en todos los rincones.

            - Te equivocas, no sé de ninguna - reconoció, rascándose la cabeza con nerviosismo.

            - Eso no es del todo cierto, yo te admiro.

            - ¿Ah sí? Bueno, yo también te admiro. Creo que tenemos cosas en común.

            - Puede que muchas más de las que piensas - dijo ella, sonriendo.

            - Sí, puede ser - se sonrojó él -. Emm... deberíamos investigar la zona, se está haciendo tarde.

            - Claro, claro - aceptó ella.

            En realidad era un simple camino de cabras que no tenía mucho que ver. Solo caminaron hacia el bosque, en dirección a donde supuestamente arrastraron el cuerpo de su padre.

            No vieron nada sospechoso hasta que vieron un arbusto medio aplastado, a unos doscientos metros del pueblo. Ella no lo vio pero él se dio cuenta de que alguien había arrastrado algo por encima.

            - Aquí, mira esto - señaló.

            - ¿Qué hay que ver? - preguntó ella.

            - Alguien ha pasado por encima de aquí.

            - No puede ser, hacia ese lado solo hay bosque.

            - Exacto, por eso tiene sentido - alegó él.

            Esquivaron el arbusto y siguieron por esa dirección. En la hierba se veía otro extraño rastro como de surcos apenas visibles de hierbas aplastadas.

            - Está claro, lo arrastraron por aquí.

            - Pero hacia allí no hay nada, solo una ladera que corta el paso.

            - Si mis sospechas son ciertas - dijo él -. Seguramente vamos directos a una cueva. Estoy seguro de que encontraremos a tu padre en ella.

            - ¿Vivo?

            - Puede ser, es más fácil pasar una noche a la intemperie si estás en una cueva, ¿no crees?

            - Sí - aceptó ella, sonriendo.

            Continuaron tras el rastro hasta llegar a lo que ella esperaba, una pared de roca que cortaba el camino. El rastro se perdía tras unos arbustos densos y parecía imposible que pudieran meter a una persona ahí dentro.

            - Puede ser el rastro de un animal, un conejo o un jabalí - dijo ella, temerosa.

            - ¿Un jabalí? - replicó él, alarmado.

            Metió la mano en su cartuchera de sobaco y sacó su arma vieja de su sitio. Ella le miró asustada.

            - Será mejor que nos preparemos, por si acaso - adujo él.

            - ¿No pretenderás asustarlo? - dijo ella -. Un jabalí asustado es peligroso, pero si encima lo hieres con eso... será mucho peor.

            - Entonces, mejor será que no sea eso.

            Antonio cogió los arbustos y trató de levantarlos. Si sus sospechas eran ciertas, dejarían ver una entrada a una cueva oculta. Los arbustos no opusieron resistencia, se apartaron, enganchándose unas ramas con otras y se vio la boca de una cueva de una altura de metro y medio y gran anchura. El rastro seguía viéndose con claridad ahí dentro.

            - Sss - siseó Antonio, al ver que Isa iba a hablar.

            Ella obedeció y no dijo nada. Antonio le hizo un gesto con la mano derecha, se señaló a sí mismo y luego a la cueva y posteriormente la señaló a ella y luego al pueblo.

            Se negó al principio pero Antonio la instó a que no hiciera ruido.

            Cuando ella se alejó Antonio sacó su linterna y se dispuso a explorar la cueva.

            El rastro le conducía a una entrada de gran amplitud. Cuando la luz del Sol ya no le alcanzaba, empezó a encontrar cirios colocados en hilera, justo hacia donde se dirigía el rastro. Estos estaban encendidos, lo que indicaba que allí dentro había alguien vivo. Los fantasmas y los monjes de la santa compaña, no necesitan luz de velas, pensó, mientras avanzaba.

            De pronto escuchó que alguien pisaba una piedra a su espalda. Se volvió y apuntó con su arma.

            - Soy yo, soy yo - dijo Isa, que nunca se había marchado.

            - Maldita sea - siseó él, enojado -. Es demasiado peligroso, márchate.

            - Puede que me necesites - replicó ella, en un murmullo.

            El inspector apretó los labios, impaciente pero no insistió. Isa portaba un palo de más de un metro de largo y no cabía duda de que si tenía que defenderse lo haría con contundencia. Estaba resuelta en acompañarle, quisiera él o no.

            - Vamos, ten cuidado donde pisas - siseó él.

            Caminaron tratando de hacer el menor ruido posible, aunque si había alguien ahí dentro tenía que haberles oído hace mucho rato.

            La gruta se ampliaba más adelante convirtiéndose en una extraña e impresionante capilla. En el retablo había una cruz invertida en cuyo fondo podía verse un pentagrama de cinco puntas invertido, como una cabeza de cabra, y estatuas de diversos demonios decoraban las paredes. En el centro había butacas largas donde podían sentarse hasta diez personas por fila. Cinco a cada lado. Lo más inquietante era el número de ellas, al menos cincuenta filas.

            Antonio miró con asombro a Isa, que estaba tan asombrada como él.

            - ¿Qué diablos es esto? - dijo ella.

            - Parece que en este pueblo hay muchos fieles a Satán - replicó él.

            - Dios mío - señaló ella al altar, donde había una sábana blanca llena de sangre.

            - Esto es peor de lo que esperaba, hacen sacrificios humanos - dedujo Antonio.

            - No tienen por qué ser humanos - replicó ella, con ojos vidriosos, temiendo que su padre hubiera sufrido esa suerte.

            - No, por supuesto. Pero tenemos que enfrentarnos a la realidad - le dijo, con paciencia, poniéndole la mano en el brazo -. Es muy posible que tu padre esté muerto.

            - Vamos a encontrar a los responsables de esto.

            Antonio negó con la cabeza.

            - ¿Has oído hablar de algún grupo en el pueblo? Quiero decir, ¿alguna secta o algo así?

            - ¿Qué dices? Nooo. Por supuesto que no.

            - Está bien, no sé... ¿hay alguna asociación de algún tipo político, religioso, alcohólicos anónimos?

            - En este pueblo hay muchos socialistas, los afiliados se reúnen con frecuencia.

            - ¿Has ido a alguna de sus reuniones?

            - No, yo no voto a ese partido. Pero son gente normal. Mis tíos son afiliados.

            - No quiero decir que sean ellos, es que resulta chocante que haya tantos bancos. Tiene que ser algo que mucha gente sabe y por lo que me habéis contado, pretenden conseguir que nunca nos enteremos. La policía no hace nada y creo que se debe a que los responsables saben perfectamente lo que pasa y lo están ignorando.

            Isa le miró aterrada.

            - Eso no puede ser - replicó -. Mis vecinos, el alcalde, la mayoría de la gente de aquí está afiliada. ¿Insinúas que estamos rodeados de asesinos que realizan rituales satánicos?

            - No lo sé - contestó Antonio -. Casi todos los socialistas que conozco son gente normal, algunos poco tolerantes con tus ideas, pero no te clavan un puñal en el corazón. Sin duda es una tapadera que están usando o...

            - O... - dijo ella impaciente ante el silencio de Antonio.

            «O es la Santa compaña satánica.» - pensó él, sin decirlo en voz alta. No podía decir eso sin parecer un chiflado.

            - Nada, nada.

            - Tiene que haber alguien ahí - dijo ella -. Y seguro que si no ha escapado ya, sabe que estamos aquí.

            - Según tu vecina, visten como monjes de negro cuando van a reunirse y parece que eligen a los que se llevan. Los eligen según si les ha intentado denunciar o no.

            - Lo que nos sitúa como los siguientes solamente por estar aquí - dedujo ella.

            - Exacto.

            Había otra gruta con velas encendidas que profundizaba aún más en la colina. Antonio se dirigió hacia allí pero Isa se quedó donde estaba. Él se dio cuenta de sus dudas y se detuvo.

            - No podemos seguir, nos verán - dijo ella, aterrada.

            - Y nosotros a ellos.

            - Son demasiados, la policía está con ellos.

            - Isabel, - trató de calmarla ya que estaba elevando demasiado su voz -. No tenemos nada, no sabemos quienes son. Lo que te dije era una suposición sin fundamento. Basta una sola persona para montar todo esto y podría estar ahí. Hay que detener esto cuanto antes.

            Ella asintió. Cogió el palo con las dos manos y se acercó a él.

            Volvieron a caminar hacia la gruta y Antonio sintió que algo muy duro le dejaba inconsciente.