Santa Compaña

1ª Parte

 

            Tenía la profesión más aburrida del mundo ya que se dedicaba a resolver casos paranormales y eso suponía dos problemas. Uno, que no podía vivir de ello porque no abundaban los casos y el segundo era que los casos que había cerrado hasta ahora no tenían casi nada de paranormal. Un chico que se fugó con su novia en Londres, creyéndose ambos vampiros, un pueblo donde la muerte se llevó con su guadaña a un hombre, siendo la muerte un hombre y una mujer que habían perdido la cordura con la edad. Siendo muy crédulo uno podía pensar que fue la mismísima muerte la que les había poseído usando una guadaña antigua.

            El teléfono sonó con fuerza.

            - Antonio Jurado, dígame - pronunció con seriedad.

            - ¿Es usted el detective que se anuncia en el periódico? - era la voz de una mujer mayor, con voz asustada.

            - Así es. ¿En qué puedo ayudarla?

            - Verá, en mi pueblo están pasando cosas muy raras. Han desaparecido ya cinco vecinos y la policía no hace nada.

            - Señora, no busco desaparecidos - replicó, aburrido. ¿Cuántas personas le llamaban por temas así? Su trabajo no era buscar cadáveres.

            - Lo sé, usted investiga sucesos para normales, ¿no?

            - Exacto - dijo él.

            - Ayer noche... - ella parecía dudar si hablar o no -... Vi a dos encapuchados, como dos monjes de la santa compaña, ¿me entiende?

            - Sí, claro - dijo él, mostrando más interés.

            - Cogieron al vecino de enfrente, en la misma puerta de su casa. Eran las doce de la noche y vi cómo lo arrastraban, como si se lo llevaran muerto, hacia el bosque. Seguramente a alguna de las cuevas que hay, porque hay muchas por aquí, ¿sabe?

            - ¿La santa compaña? - preguntó él -. ¿Acaso ha escuchado que cantaran el miserere cuando se lo llevaban?

            - No, iban en completo silencio.

            - ¿Llevaban velas? - insistió.

            - No, solo túnicas de monje.

            - ¿Los veía con claridad o eran como sombras? ¿Eran túnicas blancas?

            - Los vi con claridad, túnicas oscuras con capuchas negras.

            - ¿Entonces por qué dice que son de la santa compaña?

            - No lo sé, solo trataba de describirlos.

            - Señora, no creo que fuera la Santa compaña. Vaya a la policía y dígales lo que ha visto.

            - No, no, no - replicó ella -. El vecino que se llevaron fue a la policía el día anterior a denunciar otra desaparición. Temo que ellos tienen algo que ver y si se enteran de que he denunciado... podrían matar a mi marido o a mí. Ya son dos desaparecidos en menos de tres días.

            - Bueno, está bien, ¿pero sabe ya mis honorarios? Quinientos euros al empezar la investigación y cada día que me quede quinientos más.

            - Válgame Dios, no tiene usted corazón.

            - Tengo que vivir, señora. Además sé por experiencia que quien me necesita de verdad - puso especial énfasis en la última palabra -. Busca ese dinero debajo de las piedras. Estoy harto de que me tomen el pelo, ¿me entiende? - quiso imitarla, pero le salió una pregunta de lo más ridícula.

            - Está bien, está bien. Voy a tratar de conseguirle el dinero. Por favor, venga inmediatamente. Temo que esta misma noche vengan a llevarse a mi marido.

            - ¿Y por qué a su marido y no a usted? - desconfió el detective.

            - Bu... bueno... hasta ahora los desaparecidos son hombres.

            - Está bien, voy para allá. Dígame la dirección.

 

            Se trataba de un pueblecito de Cuenca llamado Valdecabras. Lo investigó un poco por Internet y descubrió varios vídeos colgados en la red donde salían fotos de jóvenes, de veranos locos, de borracheras y fiestas. Debía ser uno de los miles de pueblos de España que durante el verano multiplican su población por diez, y el resto del año son menos de quinientos habitantes, con una media de edad de sesenta y cinco años. El pueblo estaba rodeado de cuevas y bosques, con una laguna gris y riachuelos abundantes... Sin duda, un lugar propicio para leyendas como «La Santa Compaña» u otros mitos de fácil divulgación en las reuniones nocturnas a la luz de la hoguera.

 

            Se hospedó en el hostal "El descanso" y fue a ver a su clienta. Era una oronda mujer de unos sesenta años que le enseñó el lugar donde vio pasar a los monjes encapuchados, justo el último sitio donde se vio a Efesio, el vecino de enfrente. Era un camino que lindaba con el bosque y ni siquiera estaba asfaltado. Trató de imaginárselo por la noche y tuvo que preguntarle a la mujer cómo pudo verlos ya que no había ninguna farola por allí y, según ella, no llevaban velas.

            - Estamos en luna llena - dijo ella -. Mi marido y yo veníamos de dar un paseo antes de acostarnos, siempre lo hacemos, ¿sabe?

            - ¿Y solo pudo verlos usted?

            - Cuando mi esposo miró, ya no podían verse.

            - En tal caso debería preocuparse más por usted misma que por él - dedujo Antonio.

            - ¿Por qué?

            - La Santa compaña se lleva a los que pueden verla.

            - Ah, no, yo tengo oído que se pueden llevar a cualquier conocido del que los ve.

            - Señora - discutió Antonio -. Es una leyenda, no hay pruebas de que exista. Debería haber un "vivo" precediendo la profesión, alguien que es sonámbulo y que no sabe lo que hace por las noches. En segundo lugar deberían vestir de blanco, no de negro y en tercer lugar, no se llevan a la gente, simplemente anuncian una muerte. Aunque también he leído que si se cruzan con alguien y éste acepta coger una vela, se lo pueden llevar también, pero no he escuchado que puedan llevarse a alguien a rastras.

            - Yo no sé la leyenda - se defendió la mujer -. Le digo lo que vi, nada más.

            - Claro, perdone que sea tan escéptico, pero hasta ahora no hay señales de cosas sobrenaturales en este caso y no me gusta meterme en crímenes reales que incumben a la policía.

            - ¿No puede ayudarles? Ellos alegan que hay que esperar 48 para denunciar la desaparición de alguien.

            - No, no puedo ayudarles. Verá, mi profesión no está contemplada en el estatuto de los trabajadores y por tanto si me cruzo con ellos podría terminar en el manicomio y en la cárcel, acusado de estafa.

            - Oh - respondió ella, avergonzada.

            Antonio no necesitó tener el poder de leer su mente para comprender que ella temía que fuera un estafador. Al menos le había pagado ya, aunque no sin miradas desconfiadas.

            - No se apure, si no aceptara el caso, le devolvería el dinero, quitando los gastos de transporte, claro.

            - Ah, está bien.

            - Vuelva a su casa y déjeme investigar por mi cuenta. Ah, una última cosa. ¿Dónde vivía el hombre que desapareció ayer?